Por: Jorge Eduardo Castro Corvalán
Antes de leer a Bastiat o a Mises, mi mayor lección a favor del comercio internacional la obtuve del abogado chileno, —penquista, para mayores señas—, Juan Pablo Bocaz Vargas, mi primo. Un comentario agudo y contundente en la sobremesa del desayuno familiar marcaría mi base conceptual librecambista.
Mi madre, una hermosa chilena radicada en Bogotá desde antes de mi nacimiento y convertida al colombianismo por los encantos de mi padre, quiso aprovechar la visita de la familia Bocaz Vargas para mantenerse informada sobre la actualidad de su país natal. Le preguntaba a Juan Pablo, en ese momento prometedor estudiante de Derecho, sobre diferentes asuntos, en un interrogatorio cariñoso de la tía periodista.
Fue en ese ejercicio socrático matutino con olor a chocolate caliente que mi mamá le preguntó: “Juan Pablo, mijito, ¿y cómo le ha ido a Chile con el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos?”, a lo que el futuro licenciado respondería: “¿Y cómo nos tendría que ir tía? Bien, pues. Los gringos son 300 millones y los chilenos apenas somos 15 millones”.
En ese momento lo que más me sorprendió fue la actitud; nada de andar lloriqueando o con miedo por una supuesta superioridad. ¿Son más?, ¡mejor! En vez de ver en cada uno de los 300 millones de gringos una amenaza, Juan Pablo los veía como una oportunidad: 20 “gringos” por cada chileno. Una oportunidad emocionante, excitante, un futuro inspirador para quienes, como él, podrían empezar a recorrer esa nueva institucionalidad comercial. Un mundo de nuevos encuentros e intercambios, de descubrimientos mutuos y amistades por recorrer.
Después de leer a Bastiat y a Mises, pude admirar la frase no solamente en su vigor psicológico, sino también en su solidez teórica. Gracias a ellos pude entender que el TLC con EE.UU. no solamente le abría a Chile la oportunidad de tener más compradores. También le daba a Chile —y esto es tan importante como lo anterior—, la oportunidad de tener más vendedores. Serían 300 millones de nuevas personas con mayor facilidad para recibir lo mejor de 15 millones y también 15 millones con la facilidad para recibir lo mejor de 300 millones.
No es extraño que, teniendo tan buena recepción el tratado con EE.UU. por parte de las nuevas generaciones, el Gobierno chileno de Ricardo Lagos promoviera en 2002 — junto a Nueva Zelanda y Singapur — un Tratado de Libre Comercio a partir de la vecindad oceánica propiciada por el Pacifico.
Quizás en alguna reunión en la Cancillería chilena se atrevieron a decir cosas como: “¿Solamente son nuestros vecinos los países con los que compartimos placa continental, idioma o religión?, ¿Nos toca esperar a que los Gobiernos latinoamericanos entiendan que el planeta es redondo y que los que se quedan con la mentalidad plana están destinados a perder oportunidades?, muy bien. Si no quieren ALCA, ¡pues nosotros hacemos el Trans Pacific Partn
En esa mezcla de frustraciones y posibilidades se fueron juntando países “pequeños”, sin esperar a que las “potencias” determinaran el ritmo de la liberalización del comercio global. Con un nombre ambicioso y con una táctica sólida, los involucrados generaron ritmo hasta el punto que se convirtió en agenda prioritaria de economías de mayor tamaño y complejidad. Chile, Nueva Zelanda, Singapur y luego Brunei, los agreement parties, “armaron el club”, con tan buenos resultados que terminaron pidiendo boleta de entrada Estados Unidos, Japón, Canadá, Malasia, México, Australia, Perú y Vietnam. Y en lista de espera se encuentran Indonesia, Corea del Sur, Tailandia, Filipinas, Taiwan y Colombia.
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El proceso avanzó mucho y por lo mismo es que aparecen con fuerza las críticas. Y dentro de esas quizás muchas de las críticas mejor fundamentadas apuntan a problemas que tienen que ver menos con la liberalización y más con la regulación, en especial con la regulación promovida por EE.UU. en el TPP.
Siempre ha habido “contagio regulador” entre países. De hecho, el escenario que más facilita, promueve y estimula el contagio regulatorio de corte intervencionista es Naciones Unidas; la guerra contra las drogas es un buen ejemplo. Naciones Unidas se nutre y vive para este tipo de intervenciones reguladoras; se podría decir que es de su esencia y naturaleza. Así que, si el contagio intervencionista no es novedad, lo que resulta incoherente es que, bajo la fachada de liberalización, se estimule el intervencionismo.
¿Hace eso indeseable el TPP incluso con el contagio regulatorio de EE.UU.? ¡Para nada! Los intervencionistas no necesitan el TPP para contagiar su agenda. Lo que sí permite es pensar que, dado que hay países que participan en el TPP y que, como Chile, tienen acuerdos de libre comercio bilaterales con EE.UU., ¿no sería mejor para ellos un TPP sin EE.UU.?
El Congreso estadounidense puede detener la implementación del TPP en su país. Posiblemente, la liberalización del comercio global se profundizaría si solamente estuvieran en el TPP los países más enfocados en liberar los mercados.
Jorge Eduardo Castro Corvalán es ingeniero civil de la Universidad de Los Andes y miembro fundador del movimiento Libertario en Colombia. Sígalo en @amautajorge.