Por estos días una de las palabras más comunes en Colombia es “disidencias”. Lo cual resulta curioso, debido a que los grupos que están delinquiendo se presentan ante sus víctimas como FARC, pintan en las paredes “FARC” y firman sus comunicados como FARC. Pero cuando los medios de comunicación cubren las noticias de sus actos criminales se refieren a ellos como “disidencias”.
No hay un solo día en que en los periódicos colombianos no se lea algo sobre las “disidencias de las FARC“. Son muy activas: secuestran gente, extorsionan a campesinos, asesinan policías y su principal actividad es el cultivo y la comercialización de droga. Nada nuevo, lo mismo que siempre han hecho las FARC.
¿Por qué, si los mismos delincuentes se identifican como FARC, los medios insisten en hablar de “disidencias”? Porque llamarles FARC significa reconocer el fracaso del acuerdo de La Habana.
Se supone que el expresidente Juan Manuel Santos firmó un acuerdo con el que, a cambio de cosas que ni en sus sueños más anhelados habían imaginado tener, los guerrilleros de las FARC dejarían de delinquir.
Sin embargo, lo que tenemos hoy es que a los guerrilleros se les dieron diez escaños en el Congreso, salario mínimo, dinero para sus proyectos, libertad a sus cabecillas, parece que están blindados contra la extradición, no tienen que responder por delitos sexuales, y otros tantos “beneficios”. A pesar de eso, de lo que los guerrilleros se comprometieron a dar, no hay nada.
Ya está claro, el acuerdo fracasó, no conseguimos la paz. Pero como muchos no lo quieren aceptar, cada día, cuando se refieren a un delito cometido por las FARC, hablan de “disidencias”.
La verdad es que en este momento lo más cercano a unas “disidencias” de las FARC serían los diez señores que están en el “Congreso”. El resto, incluyendo a cabecillas como Santrich e Iván Márquez, siguen en lo mismo de siempre.
De acuerdo con el Observatorio Colombiano de Crimen Organizado, en Colombia hay alrededor de 2 500 “disidentes” de las FARC en armas. Están distribuidos en 37 estructuras y presentes en 18 departamentos y 120 municipios, zonas en las que históricamente siempre estuvo la guerrilla.
Los cabecillas
Con excepción de un par, los grandes cabecillas de las FARC también hacen parte de lo que muchos llaman “disidencias”.
Nelson Enrique Díaz Osorio, alias “Iván Alí”, desde mediados de 2018 renunció al esquema de seguridad que por cuenta del acuerdo lo protegía. Diferentes fuentes hablan de que está en el departamento del Guaviare “reacomodando” y dirigiendo a los guerrilleros.
Alberto Cruz Lobo, alias “Enrique Marulanda”, es uno de los hijos del fallecido líder de las FARC alias “Tirofijo”, y como todos los cabecillas de esta guerrilla, después del acuerdo era custodiado por hombres de la Unidad Nacional de Protección, pero el año pasado también renunció a su seguridad y ahora no se sabe dónde está.
José Manuel Sierra Sabogal, alias “Zarco Aldinever”, considerado el heredero del Mono Jojoy, el 2 de agosto del 2018 desistió de su esquema de seguridad y decidió volver a la selva. Este guerrillero es considerado por inteligencia como un hombre clave para el Bloque Oriental de las FARC.
Elmer Mata Caviedes, alias “Albeiro Córdoba”, quien según organismos de inteligencia es hijo del fallecido alias Efraín Guzmán, fundador de las FARC, a mediados de 2018 también abandonó la zona de reincorporación. En este momento no se tiene un conocimiento claro de su paradero.
Hernán Darío Velásquez, alias “El Paisa“, por su maldad y su nivel de crueldad es uno de los cabecillas de las FARC más conocidos y repudiados por los colombianos. Salió del espacio territorial de Miravalle junto con Márquez. Las autoridades colombianas no saben dónde se encuentra pero se rumora que está en Venezuela.
De Henry Castellanos, alias “Romaña”, también uno de los más importantes de las FARC, no se sabe su paradero. Las autoridades le han encontrado al menos 17 bienes a nombre de testaferros, que no reportó tras la “dejación de las armas”.
Iván Márquez, uno de los grandes líderes de las FARC, estaría, según fuentes de Inteligencia, en Venezuela, trabajando con Santrich para “rearmar” a esta guerrilla. Hay que recordar que Márquez tenía un escaño como senador, pero una vez capturado Santrich por cuenta de las pruebas enviadas por los EE. UU., vio en peligro su libertad y abandonó su esquema de seguridad, al parecer para refugiarse en Venezuela.
Jesus Santrich, gracias a una especie de golpe dado por las altas cortes, fue dejado en libertad y unos días después, como todos los colombianos supusimos que ocurriría, desapareció. Se dice que se fue a Venezuela y que de ahí tomó un vuelvo hacia Cuba, donde se encontraría en este momento.
La innegable realidad
Las FARC, o si quiere llamarle las “disidencias de las FARC”, están activas en más de la mitad de los departamentos del país. Siguen asesinando policías, extorsionando, secuestrando, volando oleoductos, sembrando y exportando drogas. Con excepción de un par, sus más importantes cabecillas, así como por lo menos una tercera parte de los hombres que se acogieron al acuerdo de La Habana, están en la ilegalidad.
Estoy convencida de que este siempre fue su plan. En su cabeza nunca hubo arrepentimiento ni la intención de dejar de verdad las armas y el negocio de las drogas. Por eso la supuesta entrega de armas se hizo en privado, y por eso el acuerdo de La Habana los blinda contra la extradición. Lo que siempre buscaron fue engañarnos a todos para entrar en la política mientras mantenían su brazo armado y sus negocios.
Para mí todo esto es evidente. Pero si hay alguien que insiste en que hablamos de “disidencias”, que la mayoría de guerrilleros sí quería un cambio, que esto se trata de una nueva guerrilla y no de un plan calculado desde antes de la firma del acuerdo, es respetable. Lo que no es respetable es negar la realidad. No es aceptable que haya quien, ante todos estos hechos, diga que a Colombia llegó la paz, que la guerrilla ahora se dedica a cultivar frutas y que el culpable de la violencia es el Gobierno o incluso los opositores del acuerdo.
Lo que muestra la cruda realidad es que las FARC —nuevas o viejas, “disidencias” o como le quiera llamar—, estoy convencida, nunca planearon dejar de delinquir. Han ganado mucho con el acuerdo de La Habana: ahora son más fuertes; tienen diez escaños en el Congreso; han recibido dinero del Gobierno; se han burlado de los colombianos; durante dos periodos presidenciales, los de Santos, no fueron perseguidos y se dedicaron a aumentar sus cultivos de coca y su terreno de influencia; y, como si todo eso fuera poco, tienen a buena parte de la opinión publicada defendiéndolos.
Las FARC tienen a renombrados periodistas insistiendo en que la paz se consigue arrodillándose ante los delincuentes y que si las cosas no salieron bien fue porque Iván Duque no les dio todo lo que pedían. También tienen a una parte la población que creyó el cuento de Juan Manuel Santos de que la paz llegó al país.
De modo que el presidente de Colombia deberá enfrentar a unas FARC fortalecidas, metidas en el Congreso, con periodistas importantes de su lado, con jueces que los defiendan y con una parte de la población que dirá que si Duque se atreve a enfrentar a los delincuentes —como es su deber— lo que hace es volver a la guerra.
Las “nuevas” FARC son ahora mucho, muchísimo más fuertes de lo que eran cuando el expresidente Álvaro Uribe Vélez dejó el poder, pues Santos recibió un grupo guerrillero derrotado.
En este momento hay que tener claro que la principal amenaza de Colombia son las FARC, y quien siga apoyando el acuerdo de La Habana se convierte en un cómplice de la desgracia que los guerrilleros puedan traer a Colombia.