Una pregunta ululante como La Llorona recorre a México: tras la aparente campaña de descrédito gubernamental contra Ricardo Anaya, ¿estaremos presenciando el regreso de la figura de partido de Estado? Todo parece indicar que sí.
Ricardo Anaya es el joven (39 años) y ambicioso candidato presidencial de la coalición que agrupa al PAN (conservador), PRD y MC (socialdemócratas), y que va en segundo lugar en las encuestas, y rebasó al gobernante PRI y a su candidato en la intención de voto.
El caso en el que lo involucran es una supuesta operación de lavado de dinero en la compra de una nave industrial, por casi tres millones de dólares, donde no hay cargos formales ni acusaciones concretas, y que ha implicado un inusitado activismo de las instituciones mexicanas de persecución de delitos y de impuestos, junto con la vertiginosa filtración de videos y evidencias judiciales a medios que dependen del presupuesto público para sobrevivir. Por eso es justo preguntarse si la diligente actuación del Gobierno mexicano habría sido distinta en caso de que Anaya no fuera candidato presidencial y, peor aún, si no hubiera superado en las encuestas al candidato del presidente Peña Nieto.
La diligente actitud del Gobierno sorprende en un país donde el aparato de justicia solo llega a castigar menos del 1 % de los delitos cometidos. En un país donde, además, el Gobierno no ha movido un dedo para castigar estafas verdaderamente multimillonarias que beneficiaron a sus funcionarios, con recursos que probablemente llegaron al PRI, como la llamada Estafa Maestra (más de USD $400 millones) o los sobornos (USD $10 millones) en el caso Odebrecht. Todo esto hace sospechar que el aparato del Estado se ha puesto en marcha para aplastar a un opositor. En ese contexto, la operación contra Anaya quizá termine por catapultarlo en las encuestas y hundir aún más al PRI.
Pero eso no quiere decir que Anaya esté exento de responder por las acusaciones y que su respuesta sea amplia y convincente. Es justo, además, que la gente se pregunte cómo llegó a tener como político los recursos para financiar su costoso tren de vida, por lo que él debiera ser sensible y proactivo frente a esa legítima preocupación.
Al final, es necesario que los mexicanos no olvidemos que llegamos al sistema político contrahecho que tenemos, gracias a los partidos que hoy denuncian la corrupción de otros, mientras llaman persecución política a todo señalamiento en su contra. Partidos que exigen justicia y gracia para sus afiliados y solo la dura ley para los adversarios. Y todos los partidos en contienda son corresponsables: todos han tenido parcelas importantes de poder y ninguno puede llamarse un inocente outsider.
De acuerdo con el reciente Índice de Percepción de la Corrupción 2017, publicado por Transparencia Internacional, somos el país más corrupto del llamado G20, grupo de los veinte países más ricos del orbe. El país más corrupto de la OCDE, que integra a las 35 economías más desarrolladas del mundo. Somos mucho más corruptos que nuestros socios en el TLCAN y la Alianza del Pacífico. Somos también uno de los países más corruptos de América Latina: estamos mucho peor que Chile y Uruguay, y peor que Brasil, Argentina y Colombia. Ocupamos la misma posición que Honduras y Paraguay, y solo Guatemala, Nicaragua, Haití y Venezuela están peor que nosotros. Y ocupamos, finalmente, el cuarto lugar en materia de impunidad en el mundo. Todos los partidos y sus políticos pusieron su valiosa contribución para llegar al vergonzoso lugar que ocupamos como país y como sociedad.
Por eso, quienes hoy se vociferan a favor de alguno de los candidatos presidenciales deberían tener muy presente esta frase de Arthur Schopenhauer: “No se comprende la admiración que el perro siente por el hombre. Se ve que no le conoce”. Así los mexicanos con sus políticos.