Tras una larga y barroca puesta en escena para evitar ser detenido y burlar a la justicia, el expresidente brasileño Lula da Silva se encuentra desde el sábado cumpliendo su condena en la cárcel de Curitiba, donde inició en 2013 la investigación de la ya famosa operación judicial Lava Jato, que condujo a su condena de 12 años de prisión. Lula, que fue uno de los políticos más populares del planeta, es el primer presidente en la historia de Brasil encarcelado por corrupción, lo que sin duda tiene un poderoso simbolismo político.
La historia está llena de políticos que se agigantan frente a la prisión. No fue el caso de Lula y su tragicómica tentativa de escapar a la cárcel, refugiado desde el jueves en el sindicato de metalúrgicos donde inició su carrera política, rechazando entregarse durante más de 20 horas, en medio de una misa religiosa, abrigado por la impresentable dirigencia del partido que fundó y por su familia, beneficiarios directos de la corrupción por la que se le condenó y llamando a sus simpatizantes a defenderlo. Su prisión se dirime ahora en el terreno del simbolismo político. Así, desde muchos sectores de la izquierda (extrañamente no desde la izquierda mexicana, en plena campaña electoral, que espera capear, muda y disimuladamente, el vendaval) se busca victimizar y hasta mitificar a Lula, para que siga siendo la “reserva moral” de una izquierda en bancarrota. Por el falseamiento, manipulación e implicaciones que ello extraña, se deben desmentir los argumentos que se esgrimen en esa estrategia.
Así, Lula ha mencionado que el único crimen que cometió fue “haber luchado para reducir la pobreza en Brasil y mejorar la condición de vida de los brasileños”. No: se le condenó porque aprovechó la corrupción que prohijó, tal como se comprobó en el juicio del caso ‘Triplex de Guarujá’, dentro de la operación Lava Jato. Dicha causa es solo una entre otros seis juicios que se le siguen y dos denuncias más en proceso, que involucran cargos como lavado de activos, corrupción pasiva, tráfico de influencias y obstrucción a la justicia, entre otros. Es decir, a esta primera condena por 12 años le seguirán al menos otras seis. En tal contexto, Lula no es un heroico preso político, sino un político preso por corrupción. Un político que, por cierto, debió quedar preso desde hace mucho tiempo, desde el escándalo Mensalão, durante su primer periodo de Gobierno. Pero como dice el clásico: la justicia tarda, aunque termina llegando.
Los defensores de Lula afirman que se le condenó sin pruebas, lo que también es falso. El juicio del ‘Triplex de Guarujá’ contó con infinidad de pruebas: testimonios de más de 70 personas, documentos, archivos de la constructora OAS, grabaciones y mensajes telefónicos, el registro de visitas de Lula y su esposa a la propiedad, las reuniones entre funcionarios de la constructora y del Partido de los Trabajadores (PT, creado por Lula) para tratar la reforma del departamento, etc. En cambio, Lula nunca pudo justificar por qué OAS tuvo con él y su esposa tantas atenciones respecto al triplex: ampliación a casi 300 metros cuadrados desde la propiedad original (de 87 metros cuadrados) firmada en 2005 por su esposa, una reforma multimillonaria, construcción de un elevador privado, el carácter de ser una propiedad “reservada” que OAS nunca puso a la venta desde 2009, etc. Al respecto, se olvida que el juicio no tuvo que ver con que Lula fuera dueño o no de un apartamento, sino de beneficiarse del triplex como una ventaja indebida por haber practicado actos de corrupción cuando fue presidente del país, en este caso, el tráfico de influencias y la asignación de contratos públicos multimillonarios a OAS, Odebrecht y otras 11 empresas contratistas investigadas en la operación Lava Jato.
¿Se encarceló a Lula, como sostienen sus fans, para impedir que fuera de nuevo candidato a la Presidencia brasileña? No: Lula no es un heroico perseguido, sino un delincuente juzgado, condenado y ratificado a lo largo de varias instancias legales y por múltiples jueces. Pero su prisión no es, de por sí, un impedimento para ser candidato. En realidad, bajo la ley brasileña conocida como “Ficha Limpia” (aprobada en 2010, bajo la Presidencia de Lula y respaldada por él), ningún condenado por un delito confirmado en dos instancias puede postularse para un cargo electo durante al menos ocho años. Esa ley (no la sentencia del juez Sergio Moro por el ‘Triplex de Guarujá’) es la que descarta la postulación de Lula a la Presidencia. Pero ojo: la decisión final sobre si puede o no postularse dependerá del Tribunal Superior Electoral, que tiene hasta el 15 de agosto para pronunciarse, precisamente cuando se inscriban las candidaturas. Y eso si el PT decide finalmente registrarlo como candidato, lo que está por verse. Al respecto, ya se habla de que más bien podría postular a Fernando Haddad, exalcalde de Sao Paulo y coordinador de la campaña del expresidente, o bien, a Jacques Wagner, exgobernador de Bahía y exjefe de gabinete de Dilma Rousseff, es decir, podría buscar a un emergente entre la camarilla de siempre, en un supuesto partido de “trabajadores”.
¿Se encarceló para evitar que fuera presidente de nuevo, como también se dice? No. La historia es al revés: Lula buscó ser presidente por tercera ocasión, a sus 73 años, para gozar de la inmunidad presidencial (como la que hoy goza injusta pero legalmente Michel Temer), y lo decidió apenas un par de horas después de que era claro que la Justicia brasileña iría por él, tras conocer que el dueño de Odebrecht testificó que su empresa entregó varios millones de dólares en efectivo a Lula. Según la Constitución brasileña, el jefe del Ejecutivo no puede ser responsabilizado por actos ajenos a su ejercicio en funciones. Por ello, la Presidencia era para Lula la salvaguarda para no entrar a la cárcel y permanecer impune, lo que finalmente no le resultó.
También se dice que la condena a Lula es una operación contra la democracia en Brasil y en América Latina. Al decirlo, se pasa por alto la actuación imparcial, minuciosa y ejemplar, a mi parecer, de la Justicia brasileña en la Lava Jato. Precisamente una justicia imparcial y vigilante del debido proceso, que garantice que nadie esté por encima del Estado de derecho, es la mejor defensa de la democracia y de la sociedad. Incluso, en aras de la observancia del debido proceso y la plena legalidad, todavía Lula podría salir libre en algún momento, si el Supremo Tribunal de Justicia y el Supremo Tribunal Federal revisan la causa a pedido de la defensa. Estos tribunales ya no analizarían las pruebas a favor o en contra del exmandatario, pues esa etapa acabó en la segunda instancia, pero pueden determinar si el proceso en su contra se condujo dentro de la más estricta legalidad.
Finalmente, se ha dicho que el encarcelamiento es una estrategia para barrer con el “legado” de Lula. Interesadamente se olvida que el propio Lula y su sucesora Dilma Rousseff barrieron ya con dicho “legado”, hace mucho. Con la quiebra de un gasto público estratosférico, que no pudo sostenerse tras la caída en 2009 del precio de las materias primas, Lula y Dilma regresaron a los brasileños al círculo perverso de altas tasas de interés e inflación, mayor servicio de la deuda, contracción de las finanzas públicas, menor crecimiento, inestabilidad, huida de inversiones, desempleo, pobreza, crisis política… del que apenas empiezan a salir. En buena medida, la muy dura crisis económica de los últimos ocho años en Brasil fue la que impulsó a echar luz sobre los reales fundamentos de los dos períodos presidenciales de Lula y descubrir, retrospectivamente, los cadáveres escondidos en el clóset. Así que si se habla de “legado” eso es solo una justificatoria mentira colectiva que queda en un pasado irrecuperable e ilusorio.
La cárcel será dura para Lula. Y para todos aquellos que, con él, se acostumbraron a vivir del robo y en la impunidad. En cierta medida, por la mala prensa que las perseguirá por un tiempo, las izquierdas brasileña y latinoamericana quedaron encerradas con Lula en Curitiba. Con justicia, porque fue la propia izquierda brasileña la que decidió beneficiarse de la corrupción creada por Lula. Nadie la obligó a ser corrupta. Nadie obligó a la izquierda latinoamericana a escoger a un corrupto como estandarte y “reserva moral”. Nadie puso tampoco una pistola en la cabeza a los partidos latinoamericanos de izquierda nucleados en el Foro de Sao Paulo, para ser traficantes de influencias en sus países de origen, a favor de Odebrecht, OAS y otros contratistas brasileños. Tampoco nadie obligó a los votantes de Lula a pensar “Lulinha robó, sí, pero hizo algo por mí“, razonamiento que demuestra que no debe considerarse a muchos izquierdistas como “idealistas sinceros pero engañados”. La idea de robar a unos por beneficio propio no es un ideal. El robo y el delito no son idealistas, no importa cuáles sean sus propósitos, y esa es una buena lección que la izquierda debiera de aprender de este episodio.