Como las encuestas habían pronosticado, se concretó el triunfo de Jair Bolsonaro en la segunda vuelta de la elección presidencial en Brasil. Logró el 55% de los votos (en la primera vuelta obtuvo el 33%), frente al 44% de su rival, el izquierdista Fernando Haddad.
Su triunfo significará un realineamiento completo de Brasil en todos los órdenes: Un cambio fundamental de sus políticas económicas y en sus relaciones diplomáticas y comerciales, una saludable contracción del gigantesco y derrochador Estado brasileño, nuevas estrategias para enfrentar la angustiante inseguridad pública y el embate del narcotráfico, crear un nuevo y sostenible sistema de jubilaciones por capitalización, pero también un endurecimiento notorio en términos de convivencia, permisividad y valores sociales, así como una mayor militarización de las fuerzas de seguridad (en México sabemos lo que eso quiere decir, por desgracia).
Falta por ver si tales cambios serán duraderos y sostenibles: La mayoría requerirá un arduo trabajo de alianzas y acuerdos políticos en el Congreso, frente a la pequeñez de su propia base partidaria.
Pero lo realmente notable será que Bolsonaro puede significar un saneamiento de la vida política de Brasil, en contraste con la enorme alberca de heces en que la convirtieron Lula Da Silva, Dilma Rousseff y el Partido de los Trabajadores. Pero esa posibilidad de higienización no significa que se hará realidad.
Habrá que exigir que Bolsonaro y su gente no cedan a la tentación de seguir las mismas prácticas de Lula y el PT: Compra de aliados políticos, maquillaje de las cuentas del Estado, otorgamiento de subsidios al por mayor para coaccionar votantes, saqueo del presupuesto público para financiar sus campañas políticas y las de sus aliados, persecución a la prensa, desacreditación a jueces y opositores, etc. La tentación será mucha, en un escenario de minoría política.
Bolsonaro tendrá que responder pronto y con hechos a las altas expectativas que lo llevaron al poder. Los brasileños votaron por él decepcionados de los gobiernos del PT, angustiados por la crisis económica y de seguridad, hastiados de la corrupción e impunidad de políticos y por los malos servicios públicos, y con un ojo puesto en el creciente endeudamiento gubernamental y la crítica situación del sistema de pensiones.
Gobiernos corruptos e ineficientes como los del PT, hicieron posible el triunfo de Bolsonaro. En realidad, Bolsonaro es hijo de Dilma y Lula. En tal sentido, su triunfo fue una reacción de repudio contra la izquierda y de hartazgo frente a problemas irresueltos. Un voto de protesta de brasileños cansados de políticos ladrones, irresponsables y incapaces. Pero no necesariamente un voto por Bolsonaro. Ni mucho menos un voto en blanco a favor de su agenda.
En Brasil, como en todos los países donde ha ganado la izquierda, sus gobiernos han abusado del robo, la indecencia y la impunidad. Del desorden financiero y administrativo y de los obstáculos puestos al libre emprendimiento. De políticas expansivas y redistributivas, con el subsiguiente empobrecimiento generalizado. En tal sentido, Bolsonaro fue una reacción frente a ese estado de cosas y su agotamiento. Como lo han sido Macri, Piñera, Iván Duque, Mario Abdo o Jimmy Morales.
Pero el enemigo de tu enemigo no es necesariamente tu amigo, al contrario de lo que piensan muchos liberales y libertarios, exhultantes hoy por el triunfo de Bolsonaro, de quien creen que es más que un compañero de ruta. Casi casi un hermano en aspiraciones, un igual en ideas y prácticas.
Pero se equivocan: Bolsonaro es solo un populista de derecha, que jugó de outsider, polarizó a la sociedad, personificó todos los problemas en unas minorías, ofreció soluciones mágicas a problemas complejos, y cuyos resultados no debieran ser distintos a los de los populistas de izquierda. Triste aporía la de los brasileños, puestos a elegir entre un socialista corrupto como Haddad y un conservador con una mente vacía de ideas y llena de prejuicios como Bolsonaro.
Bolsonaro no representa a una derecha liberal. Es solo un conservador, alguien de la peor derecha, con algunas propuestas liberales que nadie sabe si son genuinas o fueron, simplemente, un maquillaje electoral, como lo fue su acercamiento a la comunidad LGBT. Así como tampoco son liberales los “liberales del Opus Dei” que hoy se solazan con Bolsonaro: son únicamente conservadores inseguros de su heterosexualidad, en búsqueda del Mesías que los salve de sus clichés, aunque éste se llame Jair Mesías Bolsonaro.
El triunfo de Bolsonaro, prolongación de otros triunfos de la derecha en nuestra región y en el mundo, muestra que la libertad está bajo asedio en América Latina. La ola xenófoba y anti inmigrante que recorre la región es un barrunto de lo que vendrá. ¿Estamos pues entrando en América Latina a una etapa de gobiernos autocráticos? ¿Es posible que estemos entrando en una etapa de reversión de la democracia liberal? Quizá. Por ello exigir mercados libres, personas libres y respeto a sus decisiones libres y a las reglas de la democracia liberal, debiera ser la actitud de los liberales/libertarios de la región, no apoyar acríticamente a los nuevos ganadores.
Hay que observar con atención la gestión de Bolsonaro, aplicándole las normas básicas del liberalismo: criticar su acción y exigirle respeto a propiedades y la garantía de derechos. En cambio, los predicadores conservadores que buscan imponer sus creencias con apoyo del Estado, o que confunden liberalismo con el odio simplón a la izquierda, preferirán seguramente saltarse eso y pasar directamente a aplaudir y vitorearlo.