Por fin, este sábado 1 de diciembre, Andrés Manuel López Obrador tomó posesión como presidente constitucional de México, después de un largo interregno de cinco meses, en el que ciertamente ocupó un papel central.
Muchos esperábamos que López Obrador, en la ceremonia de toma de posesión, diera un mensaje de concordia a la ciudadanía, respeto a las instituciones y calma a los mercados. No fue así. Su discurso de toma de posesión demostró, por si hiciera falta, que López Obrador es jefe de un partido y de una facción ideológica, no jefe del Estado.
En la ceremonia inaugural de su sexenio, López Obrador decidió culpar al «neoliberalismo» de todos los problemas del país, desde la pobreza y la inseguridad hasta la epidemia de obesidad entre muchos mexicanos. Aunque sin aclarar que entiende por «neoliberalismo» (en un país que ocupa un mediocre lugar 82 del Índice de Libertad Económica del Fraser Institute) ni, peor aún, con qué lo piensa sustituir.
Fue pues, un discurso sobre el pasado y sus miedos, no sobre el futuro y las energías y esperanzas para construirlo. Pareciera que López Obrador quiere ser visto como el destructor del «neoliberalismo», más que como el constructor de su mito político de la «Cuarta Transformación».
Fue un discurso que también le sirvió para recordar agravios y, en desquite, agraviar. En el día de su (seguramente) mayor alegría política, prefirió recordar los supuestos fraudes que sufrió (al margen: después de ver los fraudes cometidos por sus seguidores en las dos “consultas populares” a que convocó estos días, ¿alguien creerá hoy con seriedad que le cometieron fraudes electorales en el pasado?) y provocar y agraviar a la diezmada oposición, como si se tratara de otro discurso, uno más, de campaña.
En tal sentido, fue un discurso oscuro y belicoso, de enojo y amenazas, como cuando señala, en un tono muy parecido a los dictadores bolivarianos: “aplicaremos rápido, muy rápido los cambios políticos y sociales, para que, si en el futuro nuestros adversarios nos vencen, les cueste mucho trabajo dar marcha atrás a lo que habremos de conseguir”. O cuando amenaza y veja a la oposición: “Haré cuanto pueda para obstaculizar las regresiones en las que conservadores y corruptos estarán empeñados”.
Fue también un discurso lleno de contradicciones. Por un lado, promete no aumentar impuestos ni endeudamiento, respetar la autonomía del Banco Central, los contratos y las inversiones, pero, a la vez, las promesas de gasto público se desgranan, incontenibles, una tras otra: becas, ayudas, subsidios, obras, programas, creación de nuevas instituciones… Tal contradicción seguramente los mercados la apreciarán y, tras la cancelación arbitraria del aeropuerto de Texcoco, seguramente no les bastarán las promesas de contención.
Así que para recuperar la confianza de los mercados, López Obrador necesitará más seriedad, de manera continuada y sin devaneos con la frivolidad, ni por parte de él ni por parte de su coalición gobernante. En el contexto actual del país, los mercados son el único contrapeso real existente frente al Gobierno más poderoso en varias décadas.
Fue contradictorio en otros muchísimos temas: acusó al «neoliberalismo» de la corrupción, por ejemplo, pero luego dijo que la corrupción es el real causante de todos los problemas, y ofrece “borrón y cuenta nueva” a los corruptos, para enseguida decir que creará una ‘Comisión de la Verdad’ para investigar y que cambiará la ley para que la corrupción sea ahora ‘delito grave’… Un verdadero batiburrillo. Y así en otros muchos temas (haciéndolo por momentos tan ininteligible que los cadetes militares a las espaldas del nuevo presidente le compitieron la atención).
Fue también un discurso de una apabullante pequeñez política: citó a todos y a cada uno de los mandatarios asistentes a su toma de posesión, aún a riesgo de protestas y rechiflas, como efectivamente sucedió cuando nombró a Nicolás Maduro, pero solo habló de pasada de los antecesores de “su lucha”: ni una mención a santones de la izquierda como Cuauhtémoc Cárdenas (su padre político, hoy distanciados), Heberto Castillo y acontecimientos (como el 68 estudiantil mexicano), que construyeron decisivamente a la izquierda mexicana, antes que él y más que él, y que le pavimentaron el camino a la Presidencia.
Fue un discurso que también confirmó los peores barruntos de bolivarianismo: de un extremado militarismo, un militarismo que se concretará en una ‘Guardia Nacional’, similar en su arquitectura a la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela, a la que Hugo Chávez convirtió en el sostén ideológico y represor de su Gobierno. Anunció la entrega de una caja de víveres a los más pobres… similar a las cajas CLAP de la dictadura venezolana. Y después se dio a conocer que está negociando con la dictadura cubana el ingreso al país de los médicos cubanos esclavos que saldrán de Brasil, cuya función real en aquel país es de adoctrinamiento y espionaje. Ninguna de estas novedades es tranquilizadora, y anuncian la posibilidad de un radicalismo ideológico de muy malas consecuencias. Las libertades de todos los mexicanos estarían en peligro.
López Obrador decidió iniciar su Gobierno con el pie izquierdo: sin conciliar, agraviando, amenazando, polarizando aún más, rozando muchas veces la demagogia, inspirando poca confianza. En su toma de posesión, López Obrador se dejó ver cómo lo que realmente es: un intervencionista con el arma desenfundada y sin seguro, antes que un estadista.