
(Foto: EFE)
La pregunta es pertinente a pesar de que López Obrador apenas cumple 50 días en el poder. Sin embargo, estos días han revelado un López Obrador fuerte, sólido en su proyecto político y que avanza a grandes pasos en sus primeros objetivos. Y por ello, que puede avanzar contundentemente en otros temas.
Empero, vistos desde afuera, estos 50 días no han sido fáciles para él y su gobierno. Malas decisiones (la cancelación del Aeropuerto de Texcoco), una torpe comunicación política, crisis auto infligidas (el desabastecimiento de gasolina, por ejemplo) son su legado de este período.
A pesar de ello, la popularidad del presidente crece, siendo similar a su nivel máximo – el de su toma de posesión-, estando ahora en niveles superiores al 70%, como lo dejan ver encuestas recientes; incluso con niveles inusuales de apoyo a sus medidas contra el robo de combustibles (del 89%), un guarismo muy superior al que obtuvo en las elecciones presidenciales del julio pasado, cuando 5.3 de cada 10 mexicanos votaron por él.
En las redes sociales, sin embargo, no le va tan bien, con números inversos de apoyo y aceptación, aunque a su favor tiene un abrumador ejército de bots y troles que fueron muy importantes en su elección presidencial. Pero en el mundo real, el de los hechos (y no en el de los bits) López Obrador avanza. Y rápido.
Incluso en estos días de acoso por todos los frentes, debido al pertinaz desabasto de gasolina, logró sacar adelante en el Congreso dos ambiciosos proyectos políticos: la creación constitucional de la Guardia Nacional (que militariza la seguridad pública y crea un nuevo cuerpo armado a su sola disposición) y el nombramiento del nuevo fiscal de la nación, que confió a un incondicional suyo (buscando evitar un potencial escenario de renuncia, como el de Dilma Rousseff), un proyecto que llevaba muchos meses paralizado en el Congreso.
En los hechos, López Obrador podría dirigir al país adónde él quiera, gracias a su enorme apoyo popular y su contundente mayoría en el Congreso – con el beneficio de que a su propia mayoría simple se sumaron, en los últimos días, el PRI y los gobernadores de ese partido, regalándole una mayoría absoluta -. ¿A cambio de qué? Pues seguramente de dádivas económicas, impunidad continuada para el expresidente Peña Nieto o los líderes de los sindicatos burocráticos, más algún reparto marginal del poder. Pero ya se verá.
¿A qué obedecen tales éxitos políticos, solo comparables a la etapa del PRI mandón y casi monopólico de los años 70 y 80? Hasta ahora han faltado las explicaciones y los análisis, prefiriéndose remarcar los errores de López Obrador y su equipo. Pero intentémoslo.
Quizá obedece (no exclusivamente pero sí de manera importante) a la propia dinámica de comunicación política de López Obrador, que no ha dejado de estar en campaña desde el 1 de julio, fecha de su triunfo electoral; incentivado en parte por su ofrecimiento a realizar “consultas populares” para multitud de tema y de someter su propio cargo, a los tres años, a una votación de revocación de mandato (el instrumento usado por Hugo Chávez precisamente para vaciar de contenido a la democracia venezolana).
En tal sentido, toda su comunicación ha sido dentro de la dinámica amigos-enemigos, polarizando a la sociedad a su favor y sacando provecho de la inexistencia hoy de una verdadera e identificable oposición partidaria en México.
La estrategia de hacer campaña política desde el gobierno y sus recursos, dividiendo entre buenos y malos, moviendo las emociones y la fe (y no la razón), reduciendo la complejidad de los problemas a la simple maldad de algunos, usando al gobierno como un apéndice partidario, satanizando a medios y críticos cuya versión sea contraria a la visión de López Obrador, reduciendo su comunicación a dos o tres mensajes clave (lucha contra la corrupción y poco más), transmitiendo propaganda, apariencias y posverdades, alimentando aún más los de por sí ya altos niveles de indignación y rencor social contra la impunidad y la corrupción. Así vista, puede hablarse de una estrategia muy exitosa: le ha dado buenos resultados.
Pero como ya sabemos, todo funciona hasta que deja de funcionar. ¿Quien sabe si esto aún le funcione cuando aparezca, por ejemplo, el primer escándalo de corrupción de su gobierno? – que, conociendo a López Obrador y a sus colaboradores, indefectiblemente aparecerá.
O cuando, más adelante, deba rendir cuentas de los temas que realmente preocupan a la gente. Al respecto, el gobierno de López Obrador llegó al poder prometiendo hacer las cosas mucho mejor que los gobiernos anteriores, particularmente en lo que refiere a corrupción, inseguridad pública y bajo crecimiento económico. Por ahora, las perspectivas son declinantes en los tres temas.
En este sentido, ser popular no garantiza ni eficacia ni responsabilidad, como todos los días nos lo recuerdan López Obrador y su equipo. Es un activo importante, pero que debe ser un instrumento para alcanzar las metas estratégicas, no un objetivo en sí mismo.
Así, es fundamental no olvidar que, en política, los logros duraderos y vitales se dan no en el aplauso interesado, el consenso obsequioso o la mayoría automática, sino en la crítica, en la discusión plural y el convencimiento, los escenarios de los que más rehuyen López Obrador y sus colaboradores.
Reitero: hoy, López Obrador podría llevar al país a dónde él quisiera. Para eso votaron los mexicanos. Este contexto, sin una efectiva oposición partidaria, con contrapesos institucionales temerosos ya de contravenirlo (después de algunos encontronazos iniciales que les costaron en imagen, recursos y amenazas sobre sus puestos), con una prensa cada vez más dócil y obsecuente, una mayoría aplastante en el Congreso y en 17 congresos locales (lo que hace rehenes de sus congresos a varios gobernadores), poco se lo impide. Sus únicos antagonistas son una rápida y adversa reacción de los mercados, la parálisis en la aprobación en el nuevo TLCAN (en manos del Congreso norteamericano) algunos grupos activos y demandantes entre los empresarios y en la sociedad civil… y no mucho más.
Al ritmo al que vamos, pues, nos acercamos (quizá antes de lo previsto) a los momentos decisivos en los que López Obrador desvele su real proyecto político, decidiendo entre ser un nuevo Luis Echeverría (el populista y destructivo presidente mexicano de los años 70, que celebró recientemente su 97 aniversario con el cariño de sus descendientes legítimos, López Obrador entre ellos) o un chavismo a la mexicana, una especie de juarismo bolivariano, ¿por qué no?
En cualquier caso, significará un país distinto al de hoy, con un gobierno menos acotado y más intervencionista, con instituciones menos profesionales y democráticas; y, en cambio, más centralizadas, opacas y con mayor control presidencial o de las mafias políticas, con una mayor presencia de las Fuerzas Armadas en la vida pública y más mano dura e intolerancia, con una política exterior de menos principios y más pretextos y complicidades, con menos reformas democráticas y económicas, y más regresiones autoritarias, hacia un capitalismo de amigos y clientelas electorales, para arribar, al final, a las cíclicas y devastadoras crisis económicas que creímos haber dejado atrás, en los años 90.
En fin, ese el modelo del presidente López Obrador (y de sus votantes y seguidores) para México, lejano al de una verdadera democracia liberal, competitiva frente al mundo, que solo vimos a la distancia y nunca llegamos a ser realmente.