Venezuela está en un laberinto del que será difícil salir. Es un laberinto de muchos recovecos y riesgos, dóode están metidos muchísimos actores. Estar conscientes de ese obstáculo es el primer paso para encontrar una salida – que estará siempre a medio camino entre los principios y la realidad.
Los principios son establecer, al contrario de lo que dicen los cómplices de la dictadura, que Juan Guaidó no se “autoproclamó” presidente: la mayoría parlamentaria lo instó a asumir la presidencia de Venezuela, de acuerdo al artículo 288 de la Constitución promulgada (¡ojo!) por el propio chavismo. Al cesar automáticamente el régimen de Nicolás Maduro el 9 de enero y no teniendo legitimidad alguna la elección presidencial del pasado mayo, el único presidente legítimo es Guaidó. En los hechos, es Maduro quien está usurpando la presidencia.
En tal sentido, que la comunidad internacional reconozca a Guaidó es una indispensable contribución a lograr que en Venezuela haya una salida pacífica y democrática y no un derramamiento de sangre. Posponer su reconocimiento bajo el disfraz de la “neutralidad” es, por el contrario, abogar por una salida a sangre y fuego del impasse, impuesta por quienes tienen el control de la fuerza.
Para dejar contentos a quienes enarbolan esa supuesta neutralidad, ¿debe negociarse con el régimen chavista? Sostengo que sí, y con todos los involucrados en el conflicto – por ende, creo también que todo puede negociarse, menos una cosa: la renuncia automática del usurpador a seguir detentando el poder. Con Maduro solo pueden negociarse los términos de su renuncia inmediata.
Al respecto, ¿puede ser López Obrador un intermediario para el diálogo y la paz, como propone el gobierno mexicano? La invitación a Maduro a su toma de posesión, y el envío de una representación de su gobierno a la teatral toma de posesión de Maduro, lo descalifican como un intermediario neutral y de buena voluntad. Lo mismo puede afirmarse con relación al gobierno uruguayo, que sostiene una propuesta similar.
Igualmente, pedir (como hace la Unión Europea, a instancias del gobierno de España) que antes de reconocer al presidente Guaidó, Maduro debe convocar a elecciones, es un despropósito. No se repara en que en Venezuela no hay un árbitro electoral imparcial y que todo el aparato de justicia está a favor del PSUV, ni en que hay posibles candidatos presos, inhabilitados o exiliados. También obvia el hecho de que hay partidos inhabilitados o perseguidos o que todos los medios de comunicación están controlados por el chavismo. Así, es imposible que se hagan unas elecciones limpias, convocadas y organizadas por el propio chavismo. Por lo tanto, Guaidó debe ser reconocido como presidente, sin ninguna condición previa, porque así lo marca la propia Constitución venezolana.
Hasta aquí los valores que se deben privilegiar en la construcción de una salida al laberinto venezolano. Pero la realidad también cuenta y debe considerarse con la misma atención.
La realidad es que Maduro sigue manteniendo el control de las Fuerzas Armadas y estas son las que impiden que el dictador se desplome, arrastrándolas con él. Sin ellas, Maduro sería un mero extra cinematográfico o un figurín de moda. Y no lo es, por desgracia.
Considerando que Maduro no dejará de motu proprio el poder y mientras siga contando con el monopolio de la fuerza, ¿debe prometer Guaidó algo más allá de la Constitución para que Maduro abandone pacíficamente el poder? Para la mayoría, eso es anatema: quizá lo único que creen debe prometérsele es realizar un referéndum para legislar una amnistía y poco más.
Al respecto, muchos sostienen (legítimamente) que millones de venezolanos debieron abandonar todo y huir al exilio, donde sobreviven mendigando, por lo que no sería justo que a Maduro (y en general a la plana mayor del chavismo) se le dejara tranquilo con sus riquezas mal habidas, viviendo impunemente fuera del poder.
La verdad es que pensar en desocupar a Maduro sin darle alguna garantía, sin negociar con la Fuerza Armada Nacional y ofrecerle algo a sus mandos (considerando que perderán sus negocios en el narco y otras actividades ilegales), o sin negociar con Rusia o China (poseedores reales del petróleo venezolano cuya posesión se vería en peligro negociando en contrapartida posiciones en Medio o Extremo Oriente) no es realista. Está bien ser puro o principista en la filosofía política, pero la real politik es otra cosa.
Asimismo, debe considerarse que prolongar el conflicto sin negociar, creyendo que solo la movilización de la ciudadanía presionará al régimen, podría ser una estrategia que termine jugando a favor del autócrata. Lo mismo aplica a la presión internacional, creyendo que esta será suficiente, algo que podría asustar a los ciudadanos indecisos pero nacionalistas, aglomerando a las fuerzas pro-gubernamentales y dando justificaciones al régimen para presentarse como víctima y tomar medidas represivas más duras.
Finalmente, debe tenerse siempre en mente que más allá de Guaidó o quien sea quien finalmente sustituya a Maduro (incluyendo un personero del chavismo, como podría ser Tareck El Aissami), la sociedad venezolana seguirá creyendo que es el Estado quien crea y debe partir y repartir (y quedarse con la mayor parte) la riqueza, por encima del mercado. Y que incluso, con Guaidó (un convencido socialdemócrata, cuyo partido está afiliado a la Internacional Socialista) las cosas podrían cambiar poco o casi nada en lo económico. En este sentido, es razonable no tener demasiadas ilusiones sobre Guaidó: tal mesura daría tiempo y calma a su gobierno para implementar y corregir las primeras medidas necesarias y dolorosas. Ese posible mandato tendrá un aprendizaje duro, largo y, tal vez, sea infructuoso al final.