Sabemos (o debiéramos de saber) que toda verdad que requiera del Estado es, desde el inicio, una mentira. La mentira siempre necesitará el apoyo del Estado. La verdad no lo necesitará para mantenerse en pie. Verdad y Estado son términos contradictorios.
Esto viene a cuenta de las reacciones generadas por dos episodios en días recientes, que involucran verdad y libertad de expresarla. El primero, la discusión pública entre el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador y el periodista mexico-estadounidense Jorge Ramos el viernes pasado. El segundo, la detención del periodista Julian Assange el jueves anterior en Londres.
López Obrador fue increpado por Jorge Ramos en su escenario favorito (sus largas conferencias matutinas) por las crecientes cifras de violencia en México, pero también por los frecuentes ataques del presidente a la prensa, particularmente al periódico Reforma, y su reticencia a responder a las provocaciones del presidente Donald Trump, cuando en campaña ofreció, vociferante, contestar una a una. El incidente mostró a un presidente desinformado, si no es que francamente mentiroso.
En un país con una democracia consolidada, instituciones transparentes y libertades plenas (todo lo que no es México), el episodio sería apenas anecdótico. Sin embargo, no lo fue, como lo mostró la desmedida reacción de supuesta “indignación” nacionalista en redes sociales por parte de las cuentas que respaldan al régimen mexicano (y que muy probablemente son financiadas por el gobierno López Obrador). Esta es una “indignación” que, por cierto, no mostraron cuando los expresidentes Peña Nieto o Calderón se vieron en peores aprietos por parte de periodistas, lo que demuestra que dicha “indignación” no es más que partidismo disfrazado o al mejor postor.
Por desgracia, esto ocultó la realidad de la tragedia denunciada por Ramos: hay zonas de México en franca situación de guerra. De hecho, México vive ya el año más violento del que se tenga memoria. Basta ver, por ejemplo, lo que viene sucediendo en una ciudad tan importante como Salamanca, casi en guerra civil, semiparalizada por la violencia indiscriminada y masiva, frente a la inacción, catatonia e ineficacia del gobierno López Obrador en estos casi cinco meses de gobierno.
La excesiva reacción del régimen y sus secuaces por “defender” a López Obrador de los “ataques” de Jorge Ramos también ocultó la terrible realidad de que México es el país del hemisferio occidental donde más peligra la vida de los periodistas. Los ataques diarios del presidente López Obrador a la prensa, y su enorme eco en redes sociales, solo normaliza tales ataques, y hace natural y hasta legítimo pasar del insulto a la acción. Esto demuestra que todo lo que toca el Estado, lo envilece: El Estado no es la verdad, ni la busca. El Estado es y vive de la mentira.
El Estado se sostiene de la obediencia de las mayorías, a las que busca manipular, aprovechando su propensión a la envidia y la credulidad. En ese juego, quien sea el mejor demagogo ganará. López Obrador es un buen ejemplo. En tal sentido, la acción del Estado lleva por necesidad a la perversión de la verdad, la belleza y la justicia. Una de las pruebas más concluyentes de esto nos la proporcionó el trabajo de Julian Assange en WikiLeaks: desde 2006, Assange ha mostrado a la luz más de 10 millones de archivos clasificados, en los que se evidencian actos de corrupción y ocultamiento, abusos de poder, maquinaciones criminales y asesinato de civiles por parte del gobierno norteamericano y de otros gobiernos.
Hay una fuerte sospecha de que Assange es perseguido, en última instancia, por revelar estos documentos confidenciales. La forma poco transparente y rayana en la ilegalidad con que el gobierno ecuatoriano le “suspendió” la ciudadanía y autorizó la entrada de la policía londinense a su Embajada para apresarlo solo incrementa tales sospechas.
Aunque esto no disculpa en modo alguno los posibles errores posteriores de Assange: las acusaciones de violación y acoso en Suecia (de la que, por cierto, ni siquiera se ha concluido la investigación por las autoridades suecas) y, sobre todo, la muy alta factibilidad de que en su tentativa de huída, Assange haya terminando pactando con el régimen ruso, convirtiéndose en la mascota digital de Vladimir Putin y sirviéndole más que eficientemente en las elecciones norteamericanas de 2016, lo que favoreció a Trump.
La enorme contribución de Assange a sociedades más libres, destacando, en primer lugar, el libre flujo de información e identificando al Estado como su principal obstáculo, no debiera disculpar sus probables errores últimos. Pero estos tampoco deberían usarse para demeritar a aquella. Son ámbitos distintos, que debieran juzgarse separadamente, por sus propios méritos. Aunque tal vez sea cierto, en una triste pero no inusual paradoja, que en su lucha por mostrar la verdad, Assange haya terminando transando con el Estado, el principal interesado en instrumentarla y deformarla a su favor.
Quizás sea el destino de toda verdad en cuanto el Estado la toma en sus manos: termina siendo decidida por voto mayoritario o, en el peor de los casos, prostituida al servicio del mejor postor.