Con poco menos de seis meses en el poder, y más de diez meses desde que ganó las elecciones, Andrés Manuel López Obrador ha dilapidado buena parte de su capital democrático. Su gestión de gobierno hace agua entre la gravísima crisis de violencia y delincuencia, la militarización de la seguridad pública, la incertidumbre sobre sus políticas, la desconfianza de inversionistas, calificadoras y organismos internacionales, el decrecimiento de la economía, el subejercicio del gasto público, el retraimiento en el consumo, la angustia sobre el grado de inversión de PEMEX y su repercusión sobre la deuda soberana del país, el desorden administrativo, la toma de decisiones caprichosa y arbitraria, un gabinete rebasado y pasmado, que recibe regaños y desautorizaciones públicas del propio presidente, los diarios exabruptos de su esposa y miembros destacados de MORENA, su partido, conferencias diarias de prensa en las que abundan en datos no veraces que polarizan y son irrespetuosas de la ley, una política exterior desacreditada por la defensa de las dictaduras de Venezuela y Cuba y un presidente enemigo de sí mismo.
Estos casi seis meses de gobierno han sido un fracaso para López Obrador y su equipo, pese a la retórica del “vamos requete-bien” sin capacidad de respuesta a la arrolladora expectativa ciudadana.
Empero, los niveles de popularidad del presidente López Obrador siguen siendo altos (muy altos) incluso mayores que en los mejores momentos que cualquiera de sus antecesores inmediatos, probablemente gracias al voraz clientelismo de su política social. Pero dichos niveles se comienzan a resentir, particularmente a partir de acontecimientos de violencia incontrolable como Salamanca y Minatitlán.
Esto lo recogen diversas encuestas, un clima crecientemente adverso en redes sociales, los crecientes rumores de una renovación de su gabinete y, sobre todo, el engrosamiento paulatino del número de asistentes a las tres marchas nacionales de protesta en su contra. La efectuada el pasado domingo 5 de mayo fue la mayor de todas, con una asistencia que, solo en Ciudad de México, se calcula entre 50 000 y 100 000 personas. En contraste, una contramarcha de sus simpatizantes, convocada para este domingo 12 de mayo, no logró reunir siquiera a algunos cientos de seguidores en la misma Ciudad de México.
Existe la impresión, entre múltiples analistas, de que el desmantelamiento y la cooptación institucionales por parte de López Obrador han sido mucho más veloces que los realizados, digamos, por Hugo Chávez o los Kirchner, que tardaron años en tener el control del Estado. Pero también habrá que advertir que dicha capacidad encuentra crecientes e imprevistas adversidades, como apreciamos en los muchos problemas frente a los que hoy se debaten López Obrador y su gobierno.
Quizá esto se deba, y solo quizá, a que López Obrador y su equipo han decidido copiar y trasladar los modelos de Chávez, los Kirchner y otros sátrapas (como deja ver, en parte, la contratación como consultor del impresentable Axel Kicillof, coautor del desastre económico argentino), sin reparar en que dichos modelos no son los mejores: son simples ejemplos de dictadores fracasados, mediocres entre lo que se propusieron y lo que efectivamente lograron. En tal sentido, López Obrador, sin advertirlo, también está siguiendo el mismo derrotero de fracaso. Y México con él, por desgracia.