En voz baja, en México se viene hablando, desde hace tiempo, de la peculiar relación del Gobierno del presidente López Obrador con los carteles del narcotráfico, particularmente con el que encabezó Joaquín “Chapo” Guzmán (hoy encarcelado y condenado en Estados Unidos), el llamado Cartel de Sinaloa. Los comentarios subieron de tono tras los graves incidentes del jueves pasado, cuando la ciudad de Culiacán estuvo por varias horas en poder de dicho cartel, sustraída a la autoridad del Estado mexicano.
Culiacán no es cualquier ciudad: es la capital del estado de Sinaloa y tiene alrededor de 900 000 habitantes (una población similar a la total de Chipre, un tercio más a la total de Luxemburgo, casi tres veces la de Islandia, o bien, similar a la de ciudades como San Francisco o Indianápolis en Estados Unidos), con un PIB per capita estatal de 148 680 pesos anuales, equivalentes a 7 780 dólares (datos del INEGI de 2017), menor al promedio mexicano pero superior al de la India, por ejemplo. No es pues ninguna ciudad sin importancia, aislada o marginal.
Pues esa ciudad fue tomada como rehén por el Cartel de Sinaloa, el pasado jueves 17 de octubre, a fin de lograr la liberación del hijo del Chapo, Ovidio Guzmán, aparentemente detenido por el Gobierno mexicano en un operativo en la casa de su novia para cumplimentar un pedido de extradición del Gobierno de Estados Unidos. El mencionado operativo fue conducido por la flamante Guardia Nacional, con solo 30 elementos, sin orden de aprehensión ni estrategia, sin comunicación ni solicitud de apoyo con el Ejército o las autoridades locales. Como respuesta, al cartel le bastaron 15 minutos para trasladar a un pequeño ejército, temiblemente armado, rodear a la Guardia Nacional, controlar la ciudad mediante bloqueos y amenazar la unidad habitacional donde viven las familias de los soldados del cuartel militar de la región. Al final, tras algunas horas, el gobierno de López Obrador tuvo que entregarles a Ovidio Guzmán, para restablecer el orden en la ciudad y cesar las amenazas del cartel.
De esa manera, el narcotraficante demostró a propios y extraños que puede desestabilizar fácilmente al Gobierno mexicano, paralizar y secuestrar cualquier ciudad del país, atacar impunemente al Ejército en sus propios hogares y someter a voluntad a la población por medio del terror y el chantaje. En vista de la facilidad y sus resultados, no sería raro volver a ver pronto otros casos similares.
En su disculpa, López Obrador aduce que al liberar al hijo del capo salvó miles de vidas. Quizá. Pero no se debe olvidar que él mismo y su Gobierno quienes las pusieron primero en grave peligro, con un operativo insuficiente, caótico e improvisado. Así que agradecer o vitorear su decisión es un despropósito: significa premiar la planeación incapaz y la ejecución fallida del operativo, partes de una estrategia de seguridad pública que simplemente no funciona. Es disculpar la irresponsabilidad. Es estar de acuerdo con un Estado de Derecho ridículo. Es querer tapar el sol con un dedo, para defender a un Gobierno que, a quienes estuvieron en medio de la balacera o escondidos y aterrorizados en sus casas o empleos, simplemente no les sirve de nada. Es hacernos tontos nosotros mismos.
El Gobierno de López Obrador simplemente no funciona, las instituciones públicas están rebasadas, son inoperantes. Esto, en principio, por la incapacidad de un gobierno que no distingue entre el uso de la fuerza para reprimir y su uso para hacer valer los derechos de vida, propiedad y libertad de sus conciudadanos. López Obrador parece no comprender que no todo uso de la fuerza del gobierno es represión. En tal sentido, evitar muertes pasa precisamente por preservar los derechos individuales de los ciudadanos. De lo contrario, ante la incapacidad manifiesta, permitir que los ciudadanos se armen y se defiendan, por su cuenta. Al margen, de cualquier modo, urge en México legislar a favor de la libre adquisición y portación de armas de fuego.
Lo que sucedió en Culiacán supondría una gran negligencia e incapacidad de López Obrador y su gobierno. Pero también podría suponer otra cosa, distinta, intencionada. Por ello, debemos hacernos la pregunta que hoy muchos solo piensan: ¿López Obrador fue financiando por el narco en algún momento de su larga carrera política, lo que lo obligaría a un trato preferencial al menos hacia ese cartel? Quizá. La opacidad de sus ingresos personales en los últimos 14 años, la sospecha sobre los recursos de sus distintas campañas, los interminables escándalos sobre su financiamiento (Bejarano, Mandoki, contratos en el gobierno de Marcelo Ebrard, las “cooperaciones voluntarias” al PRD y MORENA de empleados de Gobierno o Eva Cadena) hablan al menos de un manejo poco escrupuloso en temas financieros.
Un trato preferente al cartel de Sinaloa puede rastrearse al menos desde la gestión de privilegios migratorios para la madre del Chapo Guzmán, Consuelo Loera, a fin de que pudiera visitar a su hijo en Estados Unidos, y las condolencias de López Obrador por la condena del criminal: “Nadie merece algo así”, diría López Obrador conmovido sobre la suerte del multiasesino. O que el propio secretario de Seguridad lopezobradorista posea propiedades que fueron de narcotraficantes, o que en otros puestos haya empleado a personajes vinculados a los carteles o hasta que uno de sus hijos haya compartido aula escolar con el propio Ovidio Guzmán.
Como cereza en el pastel, está la conferencia de prensa del abogado de la familia Guzmán Loera, agradeciendo al presidente López Obrador el haber liberado a Ovidio. Al respecto, ¿cuándo habíamos visto que los delincuentes agradecieran públicamente en un show mediático a un presidente por no ser detenidos? ¡Y todavía lo invitan a su centro de operaciones, Badiraguato, para festejarlo e inaugurar una universidad!
Todo ello arroja una sospecha inquietante, que trasciende la posible incapacidad del gobierno: el operativo para detener a Ovidio Guzmán fue planeado y ejecutado deliberadamente para fallar. Así, el presidente buscó quedar bien con el cartel, sin ganarse la animadversión del Gobierno de Estados Unidos. Simplemente trató de quedar bien con Dios y con el diablo.
Al final, sea una operación “planeada” por incompetentes o por mal intencionados, lo grave es el mensaje que envía a los otros cárteles del narco (algunos con mucha mayor capacidad de fuego que el de Sinaloa) y demás grupos delictivos: todo vale frente a un Gobierno cómplice y puesto de rodillas. De modo que lo que sucedió el jueves pasado, volverá a ocurrir, tarde o temprano, y tal vez con mayor gravedad, para desgracia de todos.