Hace una semana, los gobiernos de Canadá, Estados Unidos y México suscribieron en nuestro país, por todo lo alto, sonrientes, exultantes, la addenda al acuerdo T-MEC (o USMCA por sus siglas en inglés), que sustituirá al TLCAN. Todo un cuento de hadas en Palacio Nacional, digno de Disney.
Como se recordará, tal addenda fue una inclusión de última hora con algunos temas sobre legislación ambiental y laboral, acero, medicamentos biológicos, principalmente, a pesar de que la negociación se había concluido hace más de un año. Esto por presiones del propio Trump y de los legisladores demócratas, quienes amenazaron no aprobar el acuerdo si no se incluían estos nuevos temas, a instancias de los sindicatos estadounidenses, principal clientela electoral de los demócratas.
Aunque los tres gobiernos quisieron presentar la firma como un triunfo para cada uno de ellos, lo cierto es que los únicos grandes vencedores fueron Trump y los sindicatos estadounidenses. Lograron crear un acuerdo brurocratizado y lleno de restricciones, encarecido, donde el libre comercio está en su mínima expresión y que busca favorecer sus respectivas agendas políticas y económicas. Por el contrario, el gran perdedor fue México, sobre todo su industria automotriz, que fue el gran motor económico del país al menos en los últimos veinte años. México puede irse despidiendo de tal estímulo tras lo firmado.
Al gobierno de López Obrador le urgía presumir un logro, después de absoluto fracaso que ha sido toda su gestión, particularmente sus resultados económicos. Creyó que el T-MEC era tal oportunidad. Y creyó, además, que el T-MEC daría tranquilidad a inversionistas y provocaría de inmediato una avalancha de inversiones y un mayor crecimiento económico, por lo que valdría la pena firmarlo, costara lo que costara. Pero ni uno ni los otros.
La urgencia en firmarlo les llevó a ni siquiera leer lo que firmaban y que el Senado mexicano aprobó, con una premura injustificable. Lo firmado compromete la soberanía del país, mediante el permiso dado a Estados Unidos de que supervisar in situ la legislación laboral mexicana, al gusto de los sindicatos estadounidenses. Y en contrapartida, el T-MEC no traerá un alud de inversiones y optimismo. Solo da un un marco de estabilidad para el desarrollo de los negocios en los próximos 10 o 20 años. No exime tampoco al presidente López Obrador de ser el principal responsable de dar confianza y tranquilidad a las inversiones en el corto plazo.
Ahora el gobierno mexicano se dice sorprendido de lo que firmó, especialmente en materia de verificaciones laborales, y lo atribuye a un engaño del gobierno estadounidense, en el texto final de implementación dado a conocer por Estados Unidos (divulgado desde el 10 de diciembre, horas antes de la firma). Esto no quita que el gobierno de López Obrador se confirme como el gobierno más inepto de toda nuestra historia, firmando cualquier cosa por mera desesperación, tratando de salir de un hoyo muy profundo de falta de crecimiento y desconfianza en el que él mismo se metió.
Pero también podría ser un recurso clásico del viejo sistema político mexicano: firmaremos en lo oscurito lo que quieras pero públicamente diré que yo no sabía. No sería raro: sería la actualización del muy mexicano “derecho al Pataleo”. Y mejor ser acusados de imbéciles que de entreguistas. Explicaría la premura con la que se obligó al Senado mexicano a votarlo y la total anuncia de Nancy Pelosi y los demócratas en el Capitolio.
Por otra parte, el nuevo T-MEC encarecerá a la industria automotriz mexicana, mediante salarios equivalentes a las armadoras estadounidenses y el uso de acero más caro, proveniente de Estados Unidos. En realidad, nadie se opondría a un aumento salarial, si es respaldado por una mayor productividad. No es el caso: es el resultado de una mera negociación política, sin sustento en la realidad, para favorecer a los sindicatos estadounidenses. En lo sucesivo, la industria automotriz mexicana se encarecerá, dejará de crecer (o decrecerá) y muchas inversiones preferirán quedarse en Estados Unidos, regresar a ese país (para inmunizarse frente a las presiones de Trump) o trasladarse a Asia. La industria automotriz mexicana (y los obreros mexicanos y grandes porciones del centro del país) son los grandes damnificados del nuevo acuerdo. Y López Obrador y su gobierno lo festejan.
López Obrador fue parte de esa izquierda que durante años, a pesar de sus evidentes logros, crítico el TLCAN. Después, aplaudió de pie, casi a gritos, la firma del neoliberalísimo T-MEC, porque creyó que lo sacaría del hoyo de atonía y derrumbe en que nos metió. Pero ahora callan cuando hasta el negociador mexicano admite que, sin leer, le entregamos a Estados Unidos parte de nuestra soberanía y toda la industria automotriz mexicana en uno de los episodios diplomáticos y políticos más vergonzosos de la historia del país, sin exagerar.