Todo fue muy revelador: el pasado 12 de febrero, el presidente López Obrador invitó a cenar a los 100 empresarios más prósperos de México. No existe ningún registro de que alguno de los invitados, sabiendo el motivo de la cena, se haya negado a asistir, ni tampoco de que alguno haya mostrado alguna inconformidad durante el evento.
La cena no fue para anunciarles una gran reforma estructural, ni para convencerlos de invertir y, desde el gobierno, facilitar su tarea. Tampoco para escuchar opiniones sobre la gravísima violencia que sufre el país, que ya arrojó 35 000 asesinatos dolosos tan solo en 2019 (impunes la inmensa mayoría de ellos), ni para solicitar su ayuda frente al negro panorama económico de 2020, que probablemente repita el crecimiento negativo del PIB en 2019 o muy cercano al 0 por ciento (al respecto, ¿el país resistirá dos años consecutivos de crecimiento negativo del PIB por habitante y cuáles serán las consecuencias políticas y sociales?).
No. Los reunió para obligarlos ( pero eso sí, “voluntariamente”) a comprar la mayor parte de los 6 millones de boletos de su nuevo proyecto: rifar el avión presidencial, “sugiriéndoles” a cada uno de los empresarios “donar” montos de 1, 2.5, 5 y 10 millones de dólares. Con los fondos obtenidos, según él, se comprarían equipos y medicamentos, y se paliaría así la grave crisis del sistema de salud pública que el propio presidente provocó al distraer los recursos médicos para dar, en su lugar, becas, ayudas y subsidios a su clientela electoral.
Más allá de la comedia bufa del avión presidencial, cabe destacar el nuevo y enorme poder del presidente mexicano. Las recientes reformas legales en materia fiscal, que penalizan, por ejemplo, errores en la emisión de facturas o en el pago de impuestos, con castigos tales como cárcel sin derecho a fianza, extinción de dominio, y el congelamiento y la confiscación de cuentas bancarias, junto con la falta de un debido proceso judicial, hacen muy atrevido y riesgoso que cualquier empresario pueda negarse a un pedido como el de López Obrador. Quien lo haga, arriesgaría su libertad, su patrimonio, la integridad de su familia y la viabilidad de sus empresas. ¿Alguien le diría que no a cualquier cosa que se le ocurra?
Con su pedido, el presidente López Obrador no solo traicionó su promesa de separar política y negocios, haciendo posible volver al “capitalismo” de cuates, tradicional en México. Lo grave es lo que el vodevil revela implícitamente que López Obrador ha construido un orden legal en México a su medida, uno para amenazar, extorsionar, forzar, coaccionar y robar en apenas un año y con la complicidad de su bancada mayoritaria en el Congreso y, sumado a la sospechosa pasividad de una diezmada oposición, ha hecho legal la extorsión, el asalto, el pillaje presidenciales.
No hablamos solamente de los 100 empresarios más ricos del país: en realidad, casi ninguno de los 120 millones de mexicanos está a salvo del nuevo poder presidencial (excepto tal vez sus cómplices, incondicionales y aduladores, mientras le sean funcionales). Así, López Obrador ha hecho de México un país de esclavos, serviles ante él por precaución y miedo. Que ninguno de los empresarios haya hecho la mínima protesta por el trato dado habla del orden de servidumbre e indignidad que López Obrador ha instituido.
Al margen: por alguna razón, el asunto me recuerda esa reunión de Adolf Hitler, en febrero de 1933, con los 24 principales empresarios alemanes (los dueños de Opel, Telefunken, Krupp, Bayer, Siemens) para pedirles dinero “en bien del país” y ellos cedieron, donándole ingentes cantidades de dinero, no logrando más que animar a Hitler a embarcarse en nuevas y peligrosas aventuras, como después la anexión de Austria. Y ya sabemos cómo terminó aquello.
El tema revela, por último, algo todavía quizá igual o más inquietante: López Obrador y sus funcionarios están actuando contra la ley rifando un avión que no les pertenece (pertenece aún legalmente a la aeronáutica Boeing), pagado con fondos del contribuyente mexicano, e iniciando dicha rifa con fondos ilegalmente sustraídos por la Fiscalía General de la República del instituto público de vivienda INFONAVIT, cuyos recursos pertenecen a empresarios y trabajadores. Están pues incurriendo en malversación de recursos públicos y en responsabilidades administrativas muy graves.
En un país mínimamente funcional, tales comportamientos ya habrían generado procesos legales o, al menos, habría la posibilidad de que la ley actuara en algún momento. En un país normal, López Obrador y sus colaboradores más cercanos debieran terminar presos. Pero con incondicionales obsequiosos al frente de la Fiscalía de la República y (al parecer) de la Suprema Corte de Justicia, tal contingencia es muy improbable. México es, pues, hoy, un país de esclavos, sin leyes justas e impunidad presidencial garantizada.