Frente a una real emergencia como la del coronavirus, ¿cuál es la actitud más sensata y productiva: refugiarse en casa durante muchos días, protegiéndose de un contagio, sin saber qué comerán usted y los suyos mañana, o bien, seguir trabajando, produciendo y resolviendo el día a día de su familia, aunque arriesgándose a un contagio? Pues frente a ese dilema, que podríamos llamar “el dilema de la bolsa o la vida”, se encuentran millones de latinoamericanos.
Para enfrentar la pandemia global del coronavirus, muchos gobiernos latinoamericanos han dictado cuarentas para sus ciudadanos (quincenas en realidad, de distinto rigor), esperando de esa manera detener los contagios y “aplanar” la curva de infectados y la saturación de los servicios de salud. Otros, han hecho poco, esperando que el contagio no sea tan grave, se cree alguna inmunidad, se proteja prioritariamente a los más vulnerables y la actividad económica sufra lo menos posible, evitando el quiebre de empresas y la falta de ingresos de los ciudadanos más pobres, muchos de ellos con trabajos informales, a fin de no lidiar con una recesión económica después del coronavirus (si no es que tal “preocupación” es en realidad un disfraz, como sucede con el gobierno de López Obrador en México, que se gastó todo el dinero, destruyó irresponsablemente el sistema de salud y ni para hacer pruebas de detección tiene, por lo que todo lo minimiza y disfraza de calma y responsabilidad)
La experiencia de países como Corea del Sur y Singapur nos dice que la mejor solución se encuentra en algún lugar entre ambas posturas, reduciendo todo lo posible las actividades menos prioritarias, eliminando reuniones multitudinarias y que la planta productiva se vea afectada lo menos posible, junto con un masivo levantamiento de tests de contagio (incluso con el apoyo de herramientas cibernéticas), que permita detectar rápidamente a los infectados y a esos sí, someterlos a rigurosa cuarentena, no a toda la población.
Pero muchísimos latinoamericanos exigen medidas duras de restricción social, como la cuarentena indiscriminada y obligatoria, observada mediante el uso de la fuerza pública y con castigos ejemplares a su inobservancia, junto con políticas más estrictas de control de viajes y cierre de fronteras, y la suspensión total de actividades públicas. Por desgracia, tales medidas son el recurso de última instancia, respuestas tardías, después de que los gobiernos latinoamericanos no hicieron nada, por semanas, para prevenirse y equiparse, además de que sus beneficios son solo aparentes.
Como ha quedado de manifiesto en otros países, las cuarentenas solo son la oportunidad de extender los contagios dentro de los propios núcleos familiares y, enseguida, al finalizar, contagiar a quienes salen de ellas, aunque solo afectará real y gravemente al 3 % de las personas. En realidad, solo son útiles para no concentrar de una sola vez y, en cambio, extender en el tiempo la demanda en los servicios públicos de salud, lo cual es importante, pero no resuelve el problema de raíz, porque para el coronavirus no hay soluciones de raíz, excepto una vacuna, que por ahora no existe.
Pero el público exige tardíamente cuarentenas, encierros y declarar estados de sitio a los políticos porque así se cree más protegido, lo cual no es necesariamente cierto. Sucede como con las compras masivas de papel higiénico que hemos visto estos días en muchos países de la región: son un mero acto reflejo, en busca inconsciente de protección, de cierto orden y de alejar lo malo y desagradable. Pero es solo papel sanitario, sin otros poderes especiales que los que nosotros creemos irracionalmente.
Dejar que el gobierno confine mediante amenaza y uso de fuerza pública a todos los habitantes de una ciudad o de un país, sin saber sus beneficios ni cuantificar a ciencia cierta lo que se espera lograr, es un despropósito y un paso más en la pérdida de las libertades individuales y públicas. Y acerca a soldados, policías y burócratas a esa imagen de lobos votando frente a ovejas confinadas qué se debe cenar. ¿O ya olvidamos los casos de militares latinoamericanos abusando sexualmente de damnificados en Haití a cambio de agua o alimentos? ¿O similares prácticas, pagadas con fondos caritativos, por parte de funcionarios de OXFAM, bajo la distraída mirada de las autoridades británicas? Bueno, esos son los riesgos más de bulto de dejar que el gobierno “proteja” a la sociedad por la fuerza, “por su bien”.
Siempre es útil recordarlo: las personas que piden y buscan poder y control sobre nosotros no son, por definición, nuestros amigos ni están preocupadas realmente en nosotros, únicamente les interesa investirse de ese poder y control.
Si no se quiere profundizar y alargar en el tiempo los devastadores efectos de la pandemia, vía recesión, quiebra de empresas, desempleo y en consecuencia, hambre generalizada, los gobiernos debieran buscar opciones para defender hoy tanto “la bolsa” como “la vida”, no solo a uno de estos factores. Concentrarse en “la vida” como han hecho hasta ahora, mediante cuarentenas tardías, es solo populismo electoral y deseo de control absoluto, sobre todo si no se acompañan de una detección oportuna de infectados, mediante pruebas suficientes y por todos los medios posibles.
En la actual emergencia, o te mata el virus, lo que es improbable (aunque no imposible) o bien, te mueres de hambre, lo que sí es mucho más probable. Por eso urge defender la planta productiva y en lugar de cuarentenas, la población debiera exigir disminución, orden y transparencia en el gasto del gobierno, eliminación de impuestos, posposición y facilidades en su pago, y reorientación de los planes sociales vigentes, para que ahora sirvan a los damnificados de la pandemia, no a las clientelas electorales tradicionales de políticos y gobiernos.
Por último, si políticos y burócratas fueran lo “solidarios” que siempre presumen, ellos mismo iniciarían por reducirse o eliminarse sueldos, ahora que la planta productiva y de servicios (real creadora de riqueza) no puede pagarlos. Y permitirían que las empresas no paguen impuestos, al menos mientras dure la emergencia, para destinar esos recursos más bien a ayudar a los propios empleados que más lo necesiten. Esa sí sería verdadera solidaridad.