EnglishAyer, el alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, fue destituido por el Procurador General de Colombia. Aunque, como afirmé en un artículo anterior, su gestión se caracterizó por la adopción de políticas estatistas; esta decisión es una mala señal para el país en dos sentidos.
Primero, ésta es una muestra más de la falta de definición en las funciones del Estado y de sus organizaciones. No está del todo claro por qué la Procuraduría, un órgano de control disciplinario, encabezado por funcionarios no elegidos por voto popular, puede destituir representantes elegidos democráticamente. Además, las razones de la destitución demuestran que las normas sobre lo que pueden o no hacer los mandatarios no son del todo transparentes. Gustavo Petro fue un pésimo alcalde; pero en principio, no se le demostró la comisión de ningún delito.
En este sentido, la decisión es una muestra más del excesivo poder que ha acumulado un órgano estatal y de la consecuente – y peligrosa – interpretación que sus líderes pueden hacer de las normas a las que están sujetos los funcionarios.
Segundo, resultado de lo anterior, la destitución ha llevado a una mayor polarización de la sociedad colombiana. Quienes han sido opositores acérrimos de la administración local, han recibido con júbilo la decisión. Por su parte, quienes lo apoyan han considerado que ésta es una amenaza a la profundización de la democracia.
Por ello, el mismo día en el que fue anunciada la destitución, miles de personas se reunieron en la Plaza de Bolívar para manifestarse en contra de la figura del Procurador y en defensa del alcalde. Así, lo que ha generado con la medida ha sido la consolidación en el imaginario colectivo de un nuevo mártir de la izquierda colombiana.
No se ha debatido la decisión, como la necesidad de limitar y establecer específicamente las funciones de las organizaciones estatales; sino como un enfrentamiento entre las visiones de derecha e izquierda en el país. Y eso en Colombia, un país con un conflicto irresuelto, puede ser una justificación para más violencia armada.
De hecho, durante el proceso, y de manera muy hábil e irresponsable, Petro se encargó de vincular la investigación con su pasado guerrillero y de plantear que una eventual decisión en su contra sería una afrenta a las posibilidades de paz, así como un obstáculo a la expresión de la visión de izquierda en el país. Aunque esto no sea así, la verdad es que muchos ciudadanos consideran cierto. Por ello, las reacciones se han concentrado en mostrar una supuesta persecución a la izquierda colombiana y a su modelo de ciudad o de país.
Un Estado, cuyas limitaciones son casi nulas, la creación de mártires de barro y una sociedad que considera el estatismo como el único camino al bienestar, solo puede llevar a la profundización de los errores del pasado. Como están las cosas en Bogotá, si nuevas elecciones tuvieran lugar, los ciudadanos elegirían a un candidato cuyas ideas estatistas fuesen más radicales que las que demostró Gustavo Petro. Es más, si la indignación mayoritaria logra su objetivo de reversar aunque sea en parte la decisión, este desastroso personaje podría incluso llegar a presentarse como candidato a la Presidencia de Colombia. Y tener posibilidades de ganar.
Rechazar la decisión de la Procuraduría no significa defender la figura de Gustavo Petro. No significa validar su modelo de gobierno ni de ciudad. No se trata, siquiera, de reivindicar una noción de democracia directa que tanto afecta las libertades individuales. Lo que significa es reconocer que Colombia es un país en proceso de cambio hacia una noción en la que el Estado no sea el ente supremo, de cuya dirección depende el éxito de todos los habitantes.
Sin embargo, este proceso es lento y tiene muchos enemigos. Lamentablemente, con la decisión del pasado lunes, estos enemigos se verán fortalecidos y, lo que es peor, la ciudadanía puede ponerse de su lado. Así, lo poco que se ha avanzado se puede perder. Debido a su fragilidad, la consolidación de una sociedad liberal no es tarea fácil. Esta fragilidad se convierte en un mal mayor cuando su defensa no se hace a través del poder de las ideas, sino del mismo ente que se busca limitar: el Estado.