EnglishLa semana pasada fue clave para el rumbo de la política exterior de Estados Unidos hacia Venezuela. El Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes recomendó la aprobación del proyecto de ley titulado “Protección de los Derechos Humanos y de la Democracia Venezolana”, en el que habilita al gobierno de Barack Obama a imponer sanciones económicas y migratorias a funcionarios “responsables de llevar a cabo u ordenar abusos de derechos humanos contra ciudadanos de Venezuela”. La iniciativa, promovida por la legisladora cubano-americana Ileana Ros-Lehtinen (R-Fl) y que ahora deberá ser tratada por la Cámara en pleno, no está exenta de polémica.
Las sanciones económicas han sido en los últimos tiempos una de las principales herramientas de la política exterior estadounidense. Y el gobierno de Barack Obama no es la excepción a esta regla: Optó por las sanciones económicas como herramienta favorita para satisfacer las demandas de los sectores que promueven una política exterior activa y buscan mantener el posicionamiento de Estados Unidos como gendarme del mundo.
No se trata de un instrumento novedoso. Los embargos sobre Cuba y Corea del Norte que ya llevan activos más de seis décadas, o las sanciones contra el gobierno de Saddam Hussein en Iraq que estuvieron vigentes durante más de diez años luego de la invasión iraquí a Kuwait en 1990, son algunos de los ejemplos más conocidos de sanciones impuestas por Estados Unidos. Y también de los fracasos más resonantes de la diplomacia estadounidense.
En un intento de cambiar la manera de abordar a los países cuyas políticas entran en conflicto con el gobierno de Estados Unidos, las sanciones dejaron de aplicarse recientemente a los países y empezaron a dirigirse contra individuos y empresas particulares. Las llamadas “sanciones inteligentes” ya fueron aplicadas contra el gobierno de Vladimir Putin en Rusia por su reciente avanzada militar sobre Ucrania. Ahora todo parece indicar que los próximos objetivos de las sanciones serán los funcionarios de la brutal dictadura de Nicolás Maduro (recordemos que el carácter de dictadura nada tiene que ver con la forma de elección del gobernante), y hasta el propio Maduro.
Antes de aplaudir o criticar la aplicación de sanciones, tenemos que preguntarnos si son efectivas para lograr los objetivos que se proponen. Y ante esta pregunta, uno debería reflexionar sobre cuáles son esos objetivos. Si se trata de reafirmar la hegemonía estadounidense en la arena internacional, entonces la respuesta sería afirmativa. En cambio, si con las sanciones se busca un impacto real y una transformación del modo de actuar del gobierno venezolano, surgen dudas importantes, y la única certeza que tenemos es que pueden llegar a ser contraproducentes.
De hecho, Venezuela ya estuvo sujeta a sanciones económicas por parte de Estados Unidos en mayo de 2011. La petrolera estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA) había concretado el envío de dos cargamentos a Irán valorados en US$50 millones con una sustancia fundamental para convertir el crudo en gasolina, violando las sanciones impuestas por Estados Unidos al país persa. A pesar de tener un carácter cuasi-simbólico —excluían a las subsidiarias de PDVSA en Estados Unidos y la exportación de petróleo a ese país— el gobierno del entonces presidente Hugo Chávez no dudó en recurrir a sus dotes de orador para despotricar contra la “agresión imperialista”. El fallecido presidente encontró en las sanciones una excusa para exacerbar su retórica anti-Washington y reforzar sus conductas autoritarias. Y sus niveles de popularidad no disminuyeron con el episodio.
Tampoco hubo mayores cambios cuando el pasado abril Estados Unidos le impuso sanciones a 45 individuos y 18 empresas vinculados al gobierno del expresidente ucraniano Viktor Yanukovych y a funcionarios y empresas vinculadas con el Kremlin ruso. Por el contrario, los receptores de las sanciones las tomaron con humor. Uno de ellos fue Dimitry Rogozin, Primer Ministro adjunto de Rusia, que en un tweet sugirió que el borrador del proyecto de ley que imponía las sanciones había sido “preparado por un bromista”.
Pero no todo son bromas: Las sanciones económicas son consideradas como una acto pre-bélico, es decir, después de su aprobación no sería descabellado pensar que Estados Unidos pudiese lanzar una intervención militar en Venezuela. Aunque improbable en el corto plazo, abre una puerta para ello. Los casos de Libia o Irak son ejemplos de lo que pueden desencadenar las sanciones.
En el caso de Irak, las sanciones económicas impuestas después de la Guerra del Golfo de 1990 reforzaron internamente la posición del gobierno iraquí, y las únicas dificultades económicas las sufrieron las víctimas iaquíes de Saddam Hussein. La propia Madeleine Albright, en ese momento embajadora de Estados Unidos ante la ONU, sugirió en el programa televisivo 60 minutes que la muerte de 500.000 niños iraquíes producto de las sanciones fue “un precio que valió la pena pagar”.
Cuba y Corea del Norte son otros dos casos paradigmáticos. En el país gobernado con mano de hierro desde hace 55 años por la familia Castro, el embargo impuesto por Estados Unidos no ha hecho más que agravar la ya de por sí precaria situación en la que viven los cubanos, mientras alimenta con pretextos a la dirigencia comunista para justificar el nefasto experimento político que se vive en la isla. Una situación similar se vivió en Corea del Norte, en donde las sanciones empeoraron las consecuencias de la hambruna que se vivió durante la década de los 90 y que se cobró entre 250.000 y tres millones de vidas —debido al secretismo reinante en el régimen, los números varían abruptamente según la fuente—.
Los defensores de las sanciones contra Venezuela podrían argumentar que no estamos ante sanciones que se imponen sobre todo el país, sino que están dirigidas a personas específicas, como las aplicadas a los funcionarios rusos. Y es verdad, Estados Unidos y el mundo están enfocándose cada vez más en el uso de “sanciones inteligentes”, aunque los expertos se mantienen escépticos al respecto. Daniel Drezner, profesor de Ciencias Políticas y Derecho Internacional, y autor de The Sanctions Paradox: Economic Statecraft and International Relations, sostiene que “el equilibro entre el respeto al estado de derecho y la aplicación efectiva, sugiere que las sanciones inteligentes no se pueden imponer lo suficientemente rápido y en la medida necesaria como para que tengan un efecto real”, y que aunque sean específicas, “el régimen objetivo puede trasladar los costos de las sanciones a sus opositores domésticos”. En el mismo sentido, Robert Pape, director de la escuela de Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago, publicó un trabajo sobre el éxito de las sanciones internacionales en el que encontró que en tan solo 5 de 115 casos donde fueron aplicadas tuvieron éxito. Es decir, en apenas algo más del 5% de los casos.
Sin duda, los venezolanos están viviendo tiempos duros. Observar a un gobierno que ejecuta a ciudadanos en plena luz del día, encarcela a decenas de manifestantes sin un proceso judicial transparente, y que aprieta el nudo sobre la libertad de expresión, despierta la reacción natural de “hacer algo” al respecto. Pero debemos ser cuidadosos: La intervención extranjera puede llegar ser contraproducente y frenar el impulso que tiene la oposición venezolana justo en el momento en que la popularidad de Maduro se encuentra en su más bajo nivel histórico. Las sanciones económicas le brindarían al régimen la excusa perfecta para justificar el fracaso del “socialismo del siglo XXI” y reforzarían a un régimen que está debilitándose.