En aquellos que han leído “Cien años de soledad” de Gabriel García Márquez, debiera estar grabado el recuerdo de la señora Úrsula Iguarán, aquella matriarca de Macondo que aglutinaba a la curiosa familia Buendía. Bien parece que hay ciertos rasgos que se repiten en ciertas personalidades políticas de Chile. Recientemente, en el lanzamiento del libro “las niñas también pueden”, parte del panel presentador estaba conformado por la expresidenta Michelle Bachelet en esta una de sus pocas apariciones posmandato.
Como era de esperarse, sus declaraciones fueron fieles representantes del pensamiento de la coalición que ella lideraba, la “nueva mayoría” cuyo penoso nombre quizás ser replanteado. Se le preguntó por su opinión política de la actualidad diciendo: “Ha habido algunas áreas en que, a través de reglamentos u otros, se ha buscado torcer lo que era el objetivo de algunos de los proyectos que son hoy día ley”, a propósito del retiro y modificación de una serie de actos administrativos que ha instruido La Moneda en su periodo de instalación.¿Será posible que esté pensando en la continuidad de sus reformas para tomar el poder una vez más el 2022?, ¿tan poca fe le tiene la exmandataria al sentido común nacional que recientemente evidenció su rechazo a la mayoría de las medidas propuestas por la izquierda? La forma en que propone la tesis de que su legado ha sido torcido, indica dos cosas:
- Está desde ya en campaña para las elecciones 2022.
- No ha entendido que los chilenos pidieron un cambio de rumbo.
Lo triste es que ambas opciones no son mutuamente excluyentes y que quizás ambas se cumplan en su caso, y de ser así, habría que mostrarle un par de datos a la señora Michelle. La constitución de Chile, que es democrática y a la vez republicana, tendiente hacia la libertad, define el mandato como presidencialista, dando un peso especial al poder ejecutivo, pues este tendría la faculta de dirigir el rumbo del país tomando la decisión de las políticas a seguir y esquematizando el trabajo legislativo que tendría el Congreso. Esto sin perder la independencia de los poderes, lo que significa que si hay rumbos que corregir, medidas que tomar en pro del bienestar a largo plazo del país o si hay que reconstruir la nación por catástrofe de algún tipo, es el poder ejecutivo el que tiene las atribuciones de comenzar las obras.
Luego del nefasto Gobierno de la Nueva Mayoría, encabezada por Michelle Bachelet, Chile debe no solo recuperarse económicamente, sino que rearmarse socialmente, ya que el clima de antagonismo dejado por la exmandataria y su elenco, ha generado una hipersensibilidad y polarización en la nación, no precisamente por las causas más loables. Recuperar el crecimiento económico, pero también replantearle al país el valor del trabajo, la producción, promover la idea del deber civil, de la pertinencia del orden y la mesura y organizar las finanzas para pagar la fiesta y las deudas que fueron heredadas, requiere decisión, y a veces dichas elecciones no serán las más sencillas de hacer. A veces significará simplemente derogar leyes perjudiciales para la salud de la nación, revisar otras y ajustarlas a la realidad nacional y establecer los límites de la propia realidad.
Es aquí donde el Gobierno de Sebastián Piñera ha marcado grandes diferencias haciéndose cargo de temas relevantes para la población y que afectan la vida ciudadana de manera significativa, como el empleo, la seguridad, la salud, la educación y, claro, la migración ordenada.
En este esquema, era obvio que el presidente Piñera haría cambios, pues su línea de pensamiento es diferente a la izquierda y tendiente a la socialdemocracia. Por su puesto traería otra estrategia de trabajo y se desharía de aquello que le parece un lastre para el progreso del país y es que por algo asumió el mandato popular que fue distintivamente claro. En un contexto de democracia representativa, un 56 % de chilenos decidió que el rumbo que llevaba el país nos dejaría en el despeñadero y era necesario cambiarlo confiando las nuevas direcciones en la persona de Piñera y sabiendo que a discreción, él nombraría a su equipo.
Hoy, la señora Bachelet tiene todo el derecho de criticar lo que quiera, porque es un país libre donde la expresión es una de esas libertades, pero muestra en sus declaraciones que no ha entendido cómo funciona el país y quiere seguir dando cátedra de lo que a todas luces para Chile fracasó.
Su Gobierno significó pérdidas millonarias, deudas, refuerzo de la cultura del mínimo esfuerzo, la cultura de las conexiones por sobre el mérito y no del mérito pese a las conexiones (lo cual no sería un problema porque en lo que respecta al Estado, lo más importante es la idoneidad). Sin embargo, regresa al comentario público defendiendo su “legado” que aún no podemos concretar y definir, y acusa a otros de torcerlo cuando sus propuestas nacieron torcidas considerando que se basaban en la expectativa irrealista de que los recursos exceden a las necesidades y que para distribuirlos solo se necesita voluntad. Eso sin considerar las altas comisiones que ella repartió a los que la rodeaban y protegían en cuanto a mostrar voluntad por distribuir lo ajeno respecta.
Así como Úrsula Iguarán, la señora Michelle Bachelet no ha comprendido que su coalición está muerta, no entiende que políticamente ya no es relevante y que dicho legado no es más que una imaginación suya, pues el resto de Chile ya votó al respecto del mismo. El fantasma de Úrsula continuaba volviendo sin darse cuenta que era fantasma, Úrsula no sabía que estaba muerta, lo mismo le pasa a la señora Bachelet que pretende seguir gobernando y dictando los rumbos a seguir y no se da cuenta que ya no es presidenta y que su coalición no es más que un cadáver político. Parece que los absurdos no solo se dan en Macondo.