A Rosario Orellana
Pertenezco a esa aplastante minoría —valga el oxímoron— que no tuvo la menor duda en considerar, la misma madrugada del 4 de febrero de 1992, al despertarse con la insólita e inesperada sorpresa de un golpe de estado militar sin pies ni cabeza, que Venezuela “se había jodido”, como en respuesta a la pregunta que Vargas Llosa le hace formular a Zavalita en su Conversación en la Catedral. Que se había jodido a tal grado y tan para siempre, que soy de quienes se preguntaron si no valía la pena deshacer el pacto de amor y fidelidad que juráramos con la Venezuela democrática y su más cabal exponente: el asaltado presidente de la república Carlos Andrés Pérez, y volverse a la patria de nuestros orígenes.
Tenía la plena, aunque inútil conciencia, después de haber vivido el golpe de Estado del Ejército chileno, que terminó por aventarme de mi patria, que en Venezuela no había una sola razón que justificara la felonía, como, en cambio, sobraran en Chile. Éramos, si no una democracia perfecta, que esas no existen, una de las mejores democracias de la región. Si así no hubiera sido, ¿por qué nos invadían por millones desde los países vecinos para escapar aquí del hambre y la pobreza? ¿Por qué nadie salió a respaldar al monstruoso y criminal atentado, si bien tampoco nadie salió a condenarlo? ¿Fue el 4F el día en que se jodió Venezuela, o ya venía arrastrando su agonía?
Pero sobraban, y por millones, aquellos que se regocijaron por el cobarde y avieso atentado que empujó a Venezuela a estos abismos cloacales en los que hoy chapotea. Sin que ese regocijo expresara otra cosa que el odio a la libertad, la ambición del poder, el rencor contra aquel que hubieran querido ver ametrallado en su despacho, la victoria del castrocomunismo, de la reacción conservadora, del fétido militarismo caudillesco impuesto por Bolívar y sus bolivarianos y la falta de grandeza de los sectores rectores de nuestra cultura: académicos, teatreros, guionistas, directores, actores y dramaturgos. El que el Gran Capitán de nuestro parto sangriento anticipara la felonía y el uso canallesco y abusivo de su nombre para encubrir las inmundicias del arribismo populista no sirvió ni siquiera para llevarlo más tranquilo a la muerte. Si hubiera podido imaginarse la calaña de Chávez y sus golpistas, moría dos veces.
El comportamiento de los parlamentarios que esa tarde trataron el tema, Caldera en ardorosa defensa de la felonía y la traición, en un extremo —así sus defensores hoy digan misa—, Morales Bello pidiendo la cabeza de los comandantes felones, en el otro, quedará en la historia como prueba fehaciente de la decadencia espiritual y moral de la clase política venezolana. La condena al golpismo militar y al golpismo civil —desde José Vicente Rangel a Arturo Uslar Pietri y todos los notables— debió haber sido unánime e inmediato. El papel de los medios de toda índole, montando el carnaval de loas al crimen y ofensas al sentido común, los deshonrará para siempre. Se cuentan con los dedos de una mano los intelectuales que condenaron la felonía. Hacer leña del árbol caído se convirtió en deporte nacional. La dirección nacional de Acción Democrática llegó al infame exabrupto de expulsar de sus filas a su segunda figura histórica junto a Rómulo Betancourt. No limpian su infamia exhibiéndolo saltando el charco.
Quienes sabíamos que ese golpe nos haría retroceder doscientos años de República a la nada, incluso a devastar todo lo construido, acabando hasta con Pdvsa, nuestro orgullo nacional, nos vimos acorralados en el silencio y la humillación. Fue la presión de esa infamia colectiva, capaz de asesinar la democracia, pero absolutamente incapaz de acabar con la tiranía que pusieron a valer, la que impidió que Pérez hiciera lo que en rigor correspondía: poner en vigor el estado de guerra, asumir poderes extraordinarios, encarcelar al golpismo en masa, celebrar juicios implacables contra los comandantes golpistas y aplicarles la pena máxima: a falta de la pena de muerte, que merecían sin más trámites, cadena perpetua. Se arrepintió de no haberlo hecho, faltando a sus más sagradas obligaciones históricas y constitucionales, cuando ya era demasiado tarde. El castrocomunismo le había castrado los ímpetus. Mató el tigre, pero le tuvo miedo al pellejo.
Todas las razones dadas por las máximas autoridades militares atropelladas por los comandantes golpistas para explicar la falta de rigurosidad y ejemplaridad con que actuaron ante el monstruoso atentado militar que acabó con nuestra república, llevándose por delante incluso nuestras riquezas básicas y convirtiéndonos en furgón de cola de la miserable tiranía cubana, son justificaciones de connivencia y complicidad de facto con los comandantes golpistas. La responsabilidad principal por no haber sabido conjurarlos, enfrentarlos y someterlos a la justicia, recae sobre sus hombros.
El costo de la traición de las fuerzas armadas, de los sectores golpistas de la civilidad y de una clase política oportunista y antipatriótica, que no solo fracturaron el Estado de derecho, sino que aprovechándose del estado de excepción generado por el golpismo y la irresponsabilidad generalizada de una ciudadanía inconsciente, se apoderó del Estado estatuyendo la cuasidictadura que existe desde entonces, es imponderable. Venezuela dejó de ser una democracia. Y la solución encontrada para la convivencia de los sectores contrapuestos – la cohabitación y la convivencia – ha creado una suerte de interregno.