El resultado del referéndum colombiano del 2 de octubre no solo ha mostrado que una mayoría de los ciudadanos está en contra de tratar a los guerrilleros de las FARC como vencedores: ha puesto en evidencia, también, que esa mentada “comunidad internacional” está por completo alejada de lo que pensamos y sentimos los latinoamericanos. Una mayoría ajustada de los votantes se inclinó por el NO pensando, con sentido común, que no debía pasarse por encima de la constitución del país y que los narcoguerrilleros no tenían el derecho de cambiar a Colombia a su gusto. No en vano han sido derrotados en el campo de batalla sino que, durante décadas, se ha visto que el pueblo –al que dicen representar- no quiere un modelo socialista para su país y no acepta la violencia con que han querido imponer sus propuestas políticos.
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Pero lo que extraña, y lo que causa preocupación a quien escribe estas líneas, es que los representantes de las Naciones Unidas y de varias importantes naciones se manifestaron de acuerdo con los compromisos que había adquirido, a espaldas de los ciudadanos, el presidente Juan Manuel Santos. Desde el Secretario General de las Naciones Unidas hasta el rey de España, pasando por el gobierno de los Estados Unidos, todos apoyaron de modo entusiasta y visible esos acuerdos de paz que daban a la guerrilla bancas en el Congreso que no habían ganado y un proyecto de país no compartido por la mayoría de los colombianos.
Y decimos esto último a pesar de que el NO ganó por un estrecho margen, porque sabemos que muchos votaron afirmativamente aunque estaban en contra de lo estipulado en los acuerdos: querían la paz –como la quiere todo el mundo– y aunque sabían que los acuerdos daban un poder indebido a la guerrilla, aceptaban las concesiones como parte de los sacrificios que había que hacer para terminar esa devastadora guerra interna.
Este desconocimiento de lo que vive Latinoamérica no solo se muestra en este caso, que puede ser entendido como una búsqueda de la paz a cualquier precio, sino en las muchas declaraciones e intervenciones que miembros de los organismos internacionales, así como embajadores europeos y estadounidenses, lanzan irresponsablemente hacia nosotros.
Ellos tienen su propia agenda, con sus propios objetivos, que poco coinciden con lo que son nuestras principales necesidades. Insisten en la lucha contra la desigualdad como primer paso, pues le atribuyen la falta del crecimiento económico que necesitamos, cuando en realidad nuestro principal problema es la falta de seguridad y los excesos de regulación que imponen nuestros estados. Insisten en pedir que aumentemos los impuestos como una cura mágica a todos nuestros problemas, cuando en realidad ya la parte más dinámica de la población paga impuestos tan altos como los del mundo desarrollado, y no comprenden que el reducido sector formal es el que sostiene a unos estados que poco hacen para favorecer el crecimiento económico.
Peor aún, anclados en una visión de lo que era América Latina hace cuarenta o cincuenta años, han logrado eliminar prácticamente nuestros ejércitos, imponer juicios contra los oficiales que lucharon contra las guerrillas comunistas y asumir que los insurgentes que trataron de llevarnos hacia un sistema que no queríamos abrazar, son los que tenían razón en los enfrentamientos que hubo hace tiempo, o que todavía existen en Colombia. No quisieron el comunismo para sus países pero, con una mentalidad todavía colonialista, piensan que el socialismo marxista era –y es– la solución para nuestras tierras.
Lo peor es que, mientras se oponen a las dictaduras de otros tiempos, cierran los ojos y aceptan sin casi quejarse a las nuevas dictaduras, como la venezolana o la que se está consolidando ahora mismo en Nicaragua. Aceptan a los despóticos hermanos Castro de Cuba, pero se ponen quisquillosos cuando alguno de nuestros países intenta evitar que tomen el poder los retoños de dictadores que se envuelven en una fraseología de izquierda. Funcionarios con enormes salarios que, ellos sí, no pagan impuestos, nos recetan y recomiendan desde sus puestos en el PNUD, la FAO y hasta la UNESCO y la UNICEF, soluciones de izquierda que tratan de llevarnos a un socialismo que no hemos elegido. Lo peor es que algunos embajadores, como varios en Guatemala, intervienen descaradamente en nuestros asuntos internos y hasta apoyan a quienes trataron de pasar por sobre la Constitución en la crisis del año pasado.
Por todo esto me alegro del resultado del referendo colombiano y me atrevo a decir que es mejor no escuchar a los diplomáticos y burócratas que no entienden nuestros problemas y quieren que nos internemos por un camino por el que no queremos transitar.