
Con evidente preocupación por la cantidad de migrantes que le llegan desde Centroamérica, los Estados Unidos diseñaron hace unos tres años el llamado Plan para la Prosperidad, un proyecto de ayuda destinado a mejorar las condiciones de vida en tres países de la región, para de ese modo poder reducir el número de quienes desean radicarse en su suelo.
La iniciativa, para la que inicialmente se destinaron mil millones de dólares a Guatemala, El Salvador y Honduras –las tres naciones de las que fluye el mayor número de migrantes– y que ahora dispone de solo 750 millones, estaba condicionada a que en estos países se hiciesen cambios para garantizar el transparente uso de los fondos, a entregarse a lo largo de cinco años.
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El Plan, a mi juicio, está completamente mal concebido y –si bien puede traer algunos beneficios a la región- presenta también serios problemas que no deben pasarse por alto. Carece de sentido pensar que con esa determinada suma de dinero, que debe dividirse entre tres países a lo largo de un lustro, puedan cambiarse las condiciones socioeconómicas que impulsan a miles de personas a emigrar a los Estados Unidos. Con unas decenas de millones de dólares al año, una suma exigua comparada con los presupuestos anuales de cada país, nada puede cambiarse en profundidad. El desnivel entre los salarios que se reciben en Centroamérica y en los Estados Unidos es tan grande –alcanza entre cinco y diez veces- que ni siquiera un desarrollo extremadamente acelerado de los primeros podría alterar demasiado los flujos migratorios: en el mejor de los casos, suponiendo todo a favor, podría servir apenas para recortar en una pequeña fracción la cantidad de personas que desean emigrar.
El desarrollo no se logra por medio de una inyección externa de dinero, y menos con cifras como la mencionada. Para lograrlo se necesitarían cuantiosas inversiones y un clima mucho más favorable a la inversión, en especial en cuanto a control de la delincuencia, certeza jurídica y reducción de la presión impositiva. Por eso es ilusorio, me parece, que con 750 millones de dólares se piense en cambiar realidades estructurales que solo pueden modificarse muy lentamente.
Pero, además, el Plan para la Prosperidad tiene una faceta realmente preocupante, como lo muestra a las claras lo sucedido en Guatemala en estos últimos dos años. Con el objetivo de lograr una mayor efectividad con los fondos que se han de desembolsar, los Estados Unidos han presionado abiertamente para que en el país se realicen ciertos cambios que creen necesarios.
El embajador Todd Robinson, en tal sentido, se decidió a intervenir desembozadamente en los asuntos locales: ha criticado o apoyado de modo abierto a funcionarios públicos y parlamentarios –incluyendo los insultos que ha proferido en los últimos días contra algunos diputados, a quienes llamó idiotas– ha intervenido en procesos judiciales de tinte político que se llevan a cabo y ha apoyado algunos planes para quebrar la institucionalidad del país.
En 2015, por ejemplo, respaldó a las organizaciones que querían que se cancelasen las elecciones y –según parece- ha estado apoyando a quienes quieren convocar a una asamblea constituyente prohibida en el ordenamiento legal del país. Lo que a mi juicio es insólito es que el embajador Robinson se ha ufanado de todas estas intervenciones, manifestando sin recato que para él es justo y necesario intervenir en nuestros asuntos internos cuando a él le parece que hay una causa que debe promoverse.
Esta conducta, que se aparta por completo de los cánones reconocidos por la diplomacia, ha suscitado como es natural el profundo rechazo de una buena parte de los guatemaltecos. Aceptar un embajador que da órdenes o que considera legítimo intervenir en nuestros asuntos internos no es otra cosa que aceptar como bueno el colonialismo y una posición de dependencia para Guatemala, aunque algunos lo hayan justificado porque las posiciones del embajador coincidían coyunturalmente con sus agendas políticas o con sus posiciones ideológicas.
El cambio que se anuncia ahora, por lo tanto, resulta como una bocanada de aire fresco para las relaciones entre nuestro país y los Estados Unidos. El diplomático propuesto por el gobierno estadounidense, Luis Arreaga, ha nacido en Guatemala y conoce perfectamente nuestras realidades y estilo de vida. Esperamos por eso, con optimismo, que la acción del nuevo embajador que arribe a estas tierras esté enfocada en ayudar a resolver nuestros verdaderos problemas y no, como hasta ahora, en crear otros nuevos.