¿Qué tiene en común el marxismo clásico con la ideología de la extrema izquierda del siglo XXI? Aparentemente muy poco: Carlos Marx predijo una lucha de clases sin cuartel entre lo que llamó la burguesía y el proletariado, entre los capitalistas dueños de los “medios de producción” y unos trabajadores, desposeídos de todo, que marchaban sin alternativa hacia la más abyecta pobreza.
Nada de esto pasó, por cierto, pero durante casi todo el siglo pasado los partidos comunistas y socialistas –orientados por su ideología- promovieron la lucha de clases y el enfrentamiento político hasta extremos inauditos.
La izquierda de hoy tiene una agenda notablemente diferente: se preocupa por la protección del medio ambiente, los derechos de la mujer, los problemas de género y la violencia intrafamiliar, entre otros temas. Nadie menciona hoy las palabras “burguesía” y “proletariado”, por ejemplo, reliquias de una época que terminó con el estrepitoso fracaso del comunismo que se hizo patente en 1989, con la caída del Muro de Berlín.
Pero hay, sin embargo, profundas semejanzas entre ambas posiciones, semejanzas que tal vez no se perciben a primera vista, pero que mantienen a nuestras sociedades en una constante zozobra. La primera, decisiva para lograr el poder, es promover la división de la sociedad en campos enfrentados.
Se trata de oponer a unos contra otros, de estimular la lucha, ya no la lucha de clases, sino la de categorías sociales que se construyen como campos enemigos. Porque no se defiende el ambiente tratando de hallar soluciones constructivas, que lo protejan sin perjudicar la marcha de la economía, sino que se ataca sin piedad a quienes producen, a las empresas mineras, petroleras y de energía, como si fueran demonios a los que hay que erradicar, llegando muchas veces, como sucede en América Latina o como hace Greenpeace, a utilizar la violencia más descarada.
Del mismo modo se trata de oponer a hombres contra mujeres, a los miembros de un grupo étnico contra los otros, a los niños contra los adultos o, simplemente, a los pobres contra los ricos.
Para esta izquierda la sociedad, como decía Marx, se “divide en dos grandes campos enemigos”, aunque ahora no sean los sufridos proletarios los que se enfrentan a los despiadados burgueses sino los indefensos miembros de algún grupo humano que, con poca sutileza, se define como el sector al que hay que proteger.
Se pasa así por encima de toda noción de respeto al individuo, porque se igualan a todas las mujeres o a todos los descendientes de algún grupo étnico, por ejemplo, como si fuesen una categoría homogénea.
Esta división conceptual se convierte entonces en herramienta política para atizar el enfrentamiento y para no dejar operar a los poderes públicos cuando tratan de garantizar la seguridad y la justicia para todos.
De estas divisiones surgen entonces luchas implacables y un entorno político que cada vez resulta más alejado de esa igualdad ante la ley que se consideraba el fundamento de la verdadera justicia. Y de esos enfrentamientos, artificialmente promovidos, surgen figuras como Chávez o Daniel Ortega, que asumen el poder agitando siempre la bandera de la división.
Pero hay otro elemento esencial que equipara a esta nueva izquierda con el marxismo radical de pasados tiempos: las soluciones que propone. Se trata siempre de dar mayor poder al Estado, de ampliarlo, de hacerlo intervenir cada vez más en las esferas que antes pertenecían al ámbito de lo privado.
En suma, de un colectivismo que niega a los padres educar a sus hijos de acuerdo a sus propios valores y principios, que interfiere con nuestros hábitos de alimentación, que bloquea la iniciativa privada en la generación de riquezas y que distorsiona la justicia hasta convertirla en un arma política.
La izquierda actual es, mentalmente, totalitaria y estatista. Quiere que nuestras vidas sean gobernadas desde el Estado, como en el comunismo y, si no proclama la total expropiación de los “medios de producción” como en el socialismo clásico, pretende controlarlos y someterlos a sus medidas discrecionales, como en el fascismo.
Creo que esta izquierda radical constituye un serio peligro para los derechos humanos, que son ante todo garantías individuales, que esta izquierda fomenta la destrucción de las libertades de un modo avieso pero por demás efectivo. No porque empuñe las armas, como en otros tiempos, sino porque intenta destruir el tejido social y quiere llevarnos a un colectivismo que siempre ha producido nefastos resultados.
Desenmascararla, me parece, es un deber de todos los que luchamos por la libertad.