Según el último informe PISA, América Latina tiene el peor nivel educativo del mundo. A diferencia de países asiáticos libres económicamente como Hong Kong y Corea del Sur, o europeos como Liechenstein, que salieron a la cabeza, los estudiantes de secundaria en esta región registran las peores notas en pruebas de matemáticas, lengua y ciencias.
Lo que se debe rescatar de esta alarmante cifra es que, no obstante, hay una diferencia notable entre los países americanos de habla hispana: Chile sobresale con el mejor sistema educativo, avanzando posiciones sin parar en 30 años:
En Chile el 46,9% de los jóvenes de 15 años —edad a la que se toman las pruebas PISA— se ubica en matemática entre los niveles dos y cuatro, lo que se considera un nivel aceptable. Con un humilde 1,6%, es el que mayor proporción de jóvenes tiene en los niveles cinco y seis, los de excelencia.
A pesar del comprobado éxito de Chile en materia educativa, la recientemente reelecta Bachelet busca desmantelar el sistema. Presentó una iniciativa legislativa para para establecer la gratuidad de la educación, terminar con el lucro en la prestación de los servicios educativos, y acabar con la selección y exámenes de admisión en las escuelas. Quiere que la educación sea un “derecho social” sin importar lo que sus vecinos han cosechado siguiendo ese camino.
La educación primaria, secundaria y terciaria necesita urgentemente de innovación. Hace siglos venimos con un mismo modelo que produce una homogeinización de mentes, estandarizando contenidos y aptitudes que ya no se adaptan al mundo contemporáneo. No basta con arrojar más dinero al sistema público, que muchas veces termina en manos de administradores y burócratas y no en los profesores o en obras de infraestructura. Como con cualquier servicio, se requiere necesariamente de libertad para que los proveedores de educación puedan experimentar con nuevas formas de enseñanza e incentivar la competencia para mejorar la calidad.
La pobreza no es ninguna excusa para restringir el abanico de posibilidades, como demuestra la expansión de los centros educativos totalmente privados en los lugares más impensables.
¿Preferimos conservar nuestros nobles sentimientos sobre la “educación gratuita para todos” o damos el paso para brindar a nuestros niños la mejor preparación para la vida adulta, en sus distintas formas?