La polémica decisión que tomó Donald Trump con su retirada del Acuerdo de París ha vuelto a poner de relevancia el debate sobre el cambio climático y sus soluciones. Lamentablemente, el denominador común en la esfera política y mediática ha sido la histeria con que se ha abordado la decisión del gobierno de Estados Unidos, pero haríamos bien promoviendo un debate frío, abierto y plural, con más amplitud de miras y menos sectarismo.
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Eso es lo que lleva años haciendo Bjorn Lomborg. Al frente del Consenso de Copenhague, este experto danés dirige un grupo de expertos centrado en reducir la pobreza y promover el desarrollo a nivel global. El enfoque de su trabajo es novedoso porque centra el tiro en establecer prioridades. Se trata, por tanto, de escoger diez o veinte problemas internacionales y de buscar la forma más eficiente de solucionar o mitigar estas situaciones. Desde el lanzamiento de la iniciativa en 2004, la plataforma ha contado con la participación de prestigiosos economistas como Douglass North, Thomas Schelling, Robert Fogel, Vernon Smith, Jagadish Bhagwati, Robert Mundell, François Bourguignon…
Uno de los campos en los que se ha centrado el proyecto de Lomborg es el del cambio climático. Una y otra vez, las sucesivas reuniones del Consenso de Copenhague han insistido en que la aplicación de acuerdos como los promovidos por el Panel contra el Cambio Climático de la ONU no son la solución, ya que resultan excesivamente costosos y no tienen un impacto notable a la hora de lograr una reducción de las emisiones contaminantes y un descenso de las temperaturas globales.
Para la Unión Europea, por ejemplo, el Acuerdo de París exige asumir un golpe anual que puede superar los 600.000 millones de dólares, según los estudios de la Universidad de Stanford. En Estados Unidos, los cálculos que maneja la Casa Blanca apuntan que abandonar el tratado evitará la pérdida de 2,7 millones de empleos y frenará un descenso del PIB equivalente a 3 billones de dólares. Todo a cambio de un acuerdo que, en un escenario óptimo, apenas reducirá la temperatura global en 0,05 grados durante el próximo siglo.
Si de verdad queremos reducir las emisiones contaminantes, haríamos bien en echar un vistazo a los países que ya lo están consiguiendo. Y en todos ellos, el patrón es muy similar: hablamos de naciones prósperas y desarrolladas que, gracias al elevado nivel de sofisticación de su economía de mercado, se benefician de tecnologías innovadoras y de nuevos métodos productivos que permiten hacer más con menos. La solución, por tanto, no será la burocracia restrictiva que defienden protocolos como el de París, sino una apuesta por multiplicar el alcance de los beneficios que ya están experimentando las economías más avanzadas.
Tomemos el caso de Europa. En las veinte mayores economías del Viejo Continente, las emisiones per cápita de CO2 tocaron techo entre los años 80 y 90; sin embargo, desde entonces, se han reducido alrededor de un 28 por ciento. Algo similar ocurre al otro lado del Atlántico: en Estados Unidos, la caída observada entre los años 2000 y 2012 apunta a un descenso del 20 por ciento.
Una evolución similar es la que nos encontramos en las economías que más han prosperado en los últimos años. Conforme los países van saliendo del subdesarrollo, sus indicadores de emisiones y contaminación experimentan una curva con forma de “V” invertida: primero van a más, pero poco a poco se produce la transición hace una economías más eficiente, lo que permite finalmente llegar a una fase de mejora.
He ahí la verdadera clave para un progreso sostenible. En vez de promover grandes tratados que no llevan a ninguna parte, hay que apostar por acelerar el desarrollo del mercado a lo largo y ancho del mundo. Esa es la vía para que cada vez más países mejoren sus indicadores medioambientales sin sufrir por ello un empobrecimiento social. Y ese camino no necesita ser regulado. En realidad, la expansión de la globalización ya está abriendo esa senda a los países menos prósperos y más contaminantes. De hecho, según los estudios de la universidad de Yale, 172 de los 178 países analizados han mejorado su Índice de Desempeño Medioambiental entre 2004 y 2014.
Además, como explica Johan Norberg, resulta interesante comprobar que esa transición se da cada vez más rápido: “los países en vías de desarrollo han dado el giro hacia la sostenibilidad mucho antes de lo que ocurrió en el mundo rico. Por tanto, se benefician de nuestros errores y también de las tecnologías verdes que vamos creando. Un ejemplo llano: la gasolina sin plomo. Estados Unidos la introdujo en 1975. Dos años después ya estaba en China e India, a pesar de que su riqueza era un 87% inferior”.
De modo que, mirando al futuro, hay que cambiar de mentalidad y pensar qué podemos hacer para acelerar y multiplicar esos adelantos. En vez de construir un juego de suma cero, tenemos que ir más allá y buscar una situación en la que todos salimos beneficiados y el Planeta no sale perjudicado.