Un debate fundamental para abordar la sostenibilidad de las finanzas públicas es el del tamaño que han alcanzado sus estructuras. ¿Cuál es el punto óptimo del gasto público?
Vito Tanzi, que fue director del Departamento de Asuntos Fiscales del Fondo Monetario Internacional entre los años 1981 y 2000, ha publicado numerosos trabajos sobre esta cuestión. Según los estudios de Tanzi, el punto óptimo del gasto público se ubica alrededor del 30 % del PIB. A partir de dicho umbral, nos encontramos con estructuras innecesariamente costosas que no se traducen en mejores resultados socioeconómicos.
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Otra eminencia en este campo es Richard W. Rahn. El economista estadounidense es conocido por haber desarrollado la “Curva de Rahn”, que cruza el peso del Estado con el ritmo de crecimiento económico. Rahn entiende que las Administraciones Públicas deben mantener el peso del gasto público por debajo del 25 % del PIB. De lo contrario, las tasas de crecimiento descienden de manera progresiva conforme aumenta el tamaño del Estado.
También Livio di Matteo ha concluido que las Administraciones Públicas no consiguen mejorar sus resultados en materia socioeconómica una vez el gasto total se sitúa en niveles superiores al 30 % del PIB. Una vez se rebasan esos niveles, los rendimientos son inferiores en clave de crecimiento, seguridad, sanidad, educación…
En algunos países, los niveles de gasto público se sitúan muy por encima del punto óptimo. Por eso, es interesante comprobar cómo en cada país existen distintos umbrales de resistencia fiscal, que muestran la mayor o menor disposición de los contribuyentes a soportar cargas más elevadas. De la reducción o aumento de ese umbral depende la evolución del tamaño del Estado, pues las estructuras de gasto público son inseparables de los impuestos que se cobran para financiarlas.
Tras el big bang tributario que supuso la creación y el desarrollo del Estado de bienestar, el nivel de ingresos fiscales que obtienen los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE )se ha partido en dos grandes bloques: por un lado, naciones donde el gasto está en torno al 50 % del PIB; por otro, naciones en las que los presupuestos públicos se acercan más al 30-35 % del PIB.
En el caso de España, por ejemplo, los impuestos y el gasto subieron del 20 % al 30 % del PIB entre 1975 y 1990, pero luego se estabilizaron en el entorno del 35 % del PIB. Se han dado leves aumentos en los momentos de bonanza y ciertas caídas en los períodos de crisis, pero no hablamos de cambios significativos en el tamaño del Estado. Por tanto, no cabe plantear para el país ibérico un sistema de impuestos como el de su vecina Francia, donde el gasto y los impuestos están por encima del 55 % del PIB, sino que lo razonable es maximizar la eficiencia de un modelo en el que el peso del Estado tiende a ser más bajo.
Ese menor tamaño de las Administraciones Públicas no tiene nada que ver con un peor desempeño en los indicadores de desarrollo socioeconómico. Así lo acreditan los trabajos del Centre for Policy Studies. Este instituto británico ha tomado como referencia a los distintos países de la OCDE y ha analizado su evolución en las dos últimas décadas. Su conclusión es clara: con niveles más bajos de gasto público como los observados en España, el crecimiento es más alto y los resultados en materia de salud y educación son similares a los que se encuentra allí donde las Administraciones Públicas consumen muchos más recursos.
Por tanto, no estamos hablando de cuadrar el círculo cuando planteamos menos gasto público y más bienestar socioeconómico. De hecho, siguiendo con el caso español, sabemos que, entre 1996 y 2004, los gobiernos de José María Aznar redujeron el gasto público del 44,2 % al 38,6 % del PIB, pero dicho ajuste fue de la mano con numerosos avances sociales. Así, entre 1996 y 2004, la población extranjera creció de 542.000 a 3.030.000 personas, el PIB per cápita aumentó un 64 %, la inflación media se redujo del 4,3 % al 2,2 %, el número de mujeres ocupadas aumentó un 58 %, la riqueza neta de las familias se duplicó, el número de trabajadores con empleo pasó de 12,6 a 17,6 millones de personas, el desempleo cayó del 22,8 % al 11,5 %.
Estas lecciones son importantes para América Latina, porque un argumento recurrente en el terreno político e intelectual pasa por comparar los niveles de gasto e impuestos de la región con las tasas observadas en las naciones de la OCDE que tienen unas estructuras públicas más grandes. Existe, no obstante, esa vía intermedia que hemos descrito con el caso español y que, a pesar de tener un Estado de Bienestar más pequeño, obtiene resultados iguales o mejores que otras naciones desarrolladas que exigen un esfuerzo fiscal mucho más elevado.