Por José Dardón
Así como en otros países de la América latina, en Guatemala existe un fenómeno mediático que, por momentos, sube y baja de intensidad. Dicho fenómeno (que no es otro más la cacería de brujas contra miembros y aliados de las instituciones armadas en nuestros países) responde generalmente a circunstancias de coyuntura política en el exterior, que bien aprovechadas por los enemigos de la institucionalidad, suelen dejar réditos políticos y económicos muy sustanciosos.
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Pero regresando al hecho concreto, la demonización de las Fuerzas Armadas guatemaltecas empezó en 1977 cuando el paradigma de los derechos humanos cobró fuerza como nuevo derrotero en la política exterior de los EE. UU. durante la llamada «Era Carter».
Desde el principio, estas acciones sirvieron de apoyo a los distintos grupos subversivos (como las FARC, el EGP, la ORPA y el PGT(PC)-DN) en su búsqueda por el poder político a través del terrorismo contra el Estado y sus habitantes. Esta oleada aprovechó magistralmente el vacío comunicacional que las mismas autoridades gubernativas indujeron desde el ámbito diplomático de aquel tiempo.
Sin embargo, por los excelentes resultados de la estrategia diseñada para la contraofensiva militar entre 1982 y 1990; los líderes de la subversión armada se apoyaron en sus aliados externos, por lo que se empeñaron a buscar desesperadamente una salida política del conflicto en esos años.
De manera simultánea con la apertura al proceso democrático de 1986, la inexperiencia de la nueva clase política, así como el oportunismo personalista en algunos de sus actores aprovechó las debilidades presentes en la naciente institucionalidad. para así seguir consolidando el Estado patrimonial. Al mismo tiempo que alentó a la izquierda no-armada a buscar espacios protagónicos.
Las negociaciones que buscaban el cese al fuego quedaron divididas por el “Serranazo en dos fases totalmente distintas. Es con esto que la firma de los acuerdos y los efectos posteriores de la denominada «paz firme y duradera»; sugieren la continuidad del principio militar de la «guerra revolucionaria» en su modalidad de guerra psicológica Cabe señalar que el principal motor de la misma, irónicamente, ha sido y continúa siendo la ayuda económica internacional
La inconsistencia, improvisación y pragmatismo de quienes gobernaron en los años de la primera parte del proceso de paz facilitó la propagación sistémica de las organizaciones no gubernamentales que pronto se adjudicaron atribuciones tradicionalmente exclusivas del Estado. La desarticulación de instituciones como la Policía Nacional, la Guardia de Hacienda y así como la reducción drástica y apresurada del Ejército y sus cuadros auxiliares, en casi un 70 % de su capacidad máxima.
Con el paulatino deterioro de la institucionalidad del Estado en sus tres poderes principales, la penetración en miríada de cuadros intelectuales de las izquierdas posrevolucionarias se convirtió en un hecho, al parecer irreversible. Este cambio, de quienes crean opinión pública, ha venido acuerpándose con los años en las diversas denominaciones políticas e ideológicas como los progresistas, ecológicas, indigenistas, feministas, teóricos de género, etcétera
La presión internacional por cumplir acuerdos en forma apresurada sin medir consecuencias de carácter interno (a mediano y largo plazo) carcomió sutil, pero inexorablemente las habilidades y experiencias adquiridas por las instituciones estatales, establecidas desde mediados de la década de los años cincuenta. El inicio de la descomposición del Estado guatemalteco, el «enemigo a vencer» por las guerrillas, se convirtió en un hecho consumado.