Por Martín Sánchez
La Real Academia de la Lengua Española define ‘Constitución’ como la “Ley fundamental de un Estado, con rango superior al resto de leyes, que define el régimen de los derechos y libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política”.
Así mismo, define como ‘Ley’ el “precepto dictado por la autoridad competente, en que se manda o se prohíbe algo, en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados”. Finalmente, entiende ‘derecho‘ como la “facultad del ser humano para hacer legítimamente lo que conduce a los fines de su vida”.
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Si se unen las tres definiciones se tendría algo así: la Constitución es el precepto dictado por la autoridad competente en que se manda o se prohíbe algo, en consonancia con la justicia y para el bien de los gobernados, con rango superior al resto de leyes, que define las facultades del ser humano para hacer legítimamente lo que conduce a sus fines de su vida, las libertades de los ciudadanos y delimita los poderes e instituciones de la organización política.
Si bien las definiciones muestran un panorama amable y esperanzador, en la práctica la Constitución y la Ley son botines de una guerra sin cuartel -y en ocasiones sin muertos- entre diferentes facciones que representan los más diversos intereses. Su objetivo es hacerse con el poder del Estado para crear y (re)definir derechos, promulgar leyes y manejar el presupuesto público, imponiéndole de paso sus decisiones a todos los individuos, estén o no de acuerdo con las agendas que gobiernan. La anuencia no es necesaria. La democracia como sistema de representación política para la toma de decisiones no escapa a esta lógica y funciona como el escenario perfecto para maquillar dicha guerra, presentándola como un “ágora” de contrapunteos altruistas entre representantes de todos los ciudadanos. Un teatro magistralmente construido y mantenido por ellos y los ciudadanos.
Contrario a la idealización del Estado, que algunos intelectuales y líderes de opinión defienden con fe religiosa, el ejercicio político en democracia no es -y nunca lo ha sido- un debate pluralista e incluyente en el que la justicia y el bien de los gobernados prime sobre los intereses y agendas particulares de los gobernantes. Lejos de contener al Leviatán, los políticos en ejercicio lo han revestido de un poder sin parangón que define desde el porcentaje de los ingresos que es “legítimo” expropiar vía impuestos, hasta con quién se puede acostar un individuo. Pocos aspectos de la vida quedan ya sin una oficina de alguna entidad pública que los regule. Con un incentivo tal, no debería extrañar que los individuos más desequilibrados, narcisistas y egocéntricos asciendan dentro de los partidos políticos y busquen dirigir los destinos de las naciones -y las vidas de sus ciudadanos-. Las dictaduras que han emergido de elecciones democráticas pueden dar fe de ello. Periodo tras periodo, y arropados bajo el manto de legitimidad que los medios y los líderes de opinión otorgan hoy día, tiranos de closet buscan del Estado privilegios y prebendas para sí mismos y para los grupos cuyos intereses representan, en detrimento de los derechos y libertades de todos. Y sin duda lo han logrado.
¿Por qué tanta sorpresa por el ascenso de figuras polémicas y radicales con discursos políticamente incorrectos? ¿Acaso en democracia no cabe la posibilidad de perder ante cualquier ciudadano (mayor de cierta edad) que quiera participar en una contienda electoral? ¿Se está ante la decadencia de la democracia o se es testigo privilegiado de la operación de un sistema para el propósito que ha sido construido?
Haberle cedido al Estado, a cuentagotas, la libertad de los ciudadanos – quizás con las mejores intenciones- funciona como un arma de doble filo cuando ese poder recae en manos de quienes representan todo aquello que se critica. Por lo anterior, no es coherente denostar de la democracia y sus instituciones cuando los resultados electorales no son los esperados, es una posibilidad latente si lo que se lleva construyendo, generación tras generación, es una entelequia con poder descomunal. El temor que sienten algunos por el avance del populismo y los “retrocesos” que puede ocasionar en términos de “derechos” y “logros sociales” es culpa y responsabilidad de cada ciudadano; el populista de turno es solo una coyuntura, un accidente histórico. Jamás se ha debido permitir que el Estado se hiciera con semejante poder y alcance. Jamás se ha debido sucumbir ante las promesas de la planificación central de la vida.
Lejos de temor y zozobra, el populismo debería servir como advertencia para despertar del letargo ocasionado por los cantos de sirena de políticos e intelectuales, y reclamar lo que le pertenece a cada ciudadano; volver a ser amos y señores de sus vidas y destinos, los responsables de sus logros y derrotas, Reclamar su dignidad para nunca más dejarla ir, ser libres sin tenerle miedo a la libertad, abrazándola responsablemente.
Aun así no todo está perdido. Se puede haber estado anestesiado por más de un siglo, pero aún se está a tiempo de corregir el rumbo. Se conoce otro sistema, respetuoso de las libertades, que opera silenciosamente. El respeto por los derechos de propiedad y la cooperación humana voluntaria nos marcan un rumbo. Es hora de intentarlo.
Martín Sánchez es estudiante de Ingeniería Química de la Universidad Nacional de Colombia. Miembro del Movimiento Libertario, Coordinador de Incorporaciones. Columnista Revista CiudadBlanca, Columnista Proyecto Libertario, Columnista Al Poniente. Liberal Clásico. Apasionado de la ciencia y la política.