Por Juan Darío Mejía Bocanegra
Lejos de las cámaras y periodistas que cubren el evento, las calles de México siguen tiñéndose de sangre. Muchos, e incluso el mismo presidente de México, presentaban a El Chapo como la victoria de la ley, del Estado contra el narcotráfico. Afirmación ilusa, al no olvidar que Pablo Escobar cayó ya hace 22 años; sin embargo, las selvas colombianas aún sirven para cultivar coca, procesarla y venderla. Se equivocan quienes piensan que capturando “Chapos”, persiguiendo consumidores, van acabar con el mercado de un producto que existirá, sea ilegal o no.
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La renta e ilegalidad asociada al narcotráfico obligan a quienes participan de este negocio a usar la violencia, más que como método de intimidación como medio de comunicación. No solo se enfrentan a una infructuosa persecución por parte de quienes representan la ley, sino también se ven amenazados por los otros que tienen participación en el negocio. Los narcos cierran su negocio con armas y el Estado les ayuda con leyes. Sería apenas ideal que las drogas fueran en primer lugar decisión de los consumidores y que éstas jamás tiñan de sangre las calles o financien las guerras, pero lo ideal no siempre es.
Un recorrido por la historia de la violencia en Colombia indudablemente pone en contacto con el tráfico de drogas. La época de “los mágicos” influenció la vida cotidiana hace unos años. Hoy se tiene como referencia de violencia a los grupos guerrilleros y paramilitares. Pero tomarlos como eventos independientes o conexos como se pretende, es un error.
El narcotráfico no es una práctica a la que los violentos recurren, los grupos guerrilleros y grupos paramilitares a su vez son carteles del narcotráfico y esto no es secreto para nadie. Hablar de los grandes capos colombianos y de los grupos armados es importante, pues los últimos no serían tan importantes sin los primeros, jamás el M-19 hubiese podido tomarse el Palacio de Justicia sin el apoyo de Pablo Escobar.
Los grupos guerrilleros y paramilitares tuvieron su auge y pusieron al Estado contra las cuerdas en el momento en que decidieron unir sus prácticas con el narcotráfico. Así, ahora que son los dueños de ese mercado son mucho más poderosos y mucho más violentos. La guerra en Colombia y en muchas partes del mundo ha sido financiada por los dineros de la mafia, cortar esta fuente de financiamiento –seguramente– hará del mundo un lugar más pacífico.
La guerra antidrogas fracasó, como se explicó antes y como se sabe. Lo que no se ha dimensionado es la necesidad de un cambio de estrategia para asegurar la paz en Colombia. Los acuerdos celebrados en La Habana –al considerar el narcotráfico como un delito conexo– deja la violencia en el mismo punto: la posibilidad de financiar guerras con estos dineros. El narcotráfico jamás será un delito conexo, sino la esencia misma de la violencia en Colombia.
La pregunta que resulta es: ¿Cómo podrían los acuerdos de La Habana asegurar que, nunca más, los dineros del narcotráfico financiarán las luchas armadas? La respuesta sería: romper la lógica de un mercado clandestino y cerrado, sacándolo de ese status, legalizándolo y liberándolo. Liberando el negocio y dejándolo en manos de los ciudadanos, y no del Estado, se evitará que esta guerra siga cobrando vidas. Legalizar las drogas y dejar de invertir dinero y vidas en contra de ellas, es un paso necesario para vivir en paz.
Juan Darío Mejía Bocanegra es estudiante de Ciencia Política y Filosofía de la Universidad de Los Andes. Miembro del Movimiento Libertario Uniandino. Columnista Revista CiudadBlanca. Liberal Clásico.