Para empezar, porque de Hayek explicando la civilización como orden espontáneo emergente de fenómenos situados “entre el instinto y la razón” se deduce la importancia de interpretar a la luz de tal teoría una ley natural deducida de la propia naturaleza humana. Ni esa naturaleza ni su ley natural son a tal luz eternas e inmutables, ni históricas o racionales. Para la velocidad relativa de la evolución social, la de la biológica, da una aparentemente inmutable naturaleza de la especie. El orden social evoluciona mucho más rápidamente que el biológico. Obviamente la tradición secular no es inmutable, aunque es sabio someterla a interpretación más que a reconstrucción. De tal reinterpretación constante surgirán tradiciones nuevas –particularmente cuando prevalezca la tolerancia con toda experimentación moral dentro de las normas generales e impersonales de la sociedad extensa. Lejos de la asfixiante calidez tribal y su natural intolerancia con toda originalidad, novedad o diferencia destacable— lo que necesariamente es parte de la experimentación evolutiva intergeneracional a largo plazo, con sus propios tiempos.
También nos explicó Hayek que someter el orden praxeológico de la civilización al orden teleológico de la tribu garantizaría la destrucción de la civilización y todos sus logros materiales, intelectuales y artísticos. Pero incorporar a la civilización el orden teleológico tribal limitado por la moral de la civilización misma, implica no solo la supervivencia de los mejores aspectos de tal orden, sino su evolución dentro del marco de la sociedad extensa, que no podría existir sin subsumir en sí ordenes teleológicos tradicionales familiares y comunales, e incluso desarrollar nuevos. La civilización empieza con (y finalmente es) poco más que la sustitución de la xenofobia tribal, con su violencia y aislamiento, por el orden intersubjetivo extenso del intercambio con división del trabajo y conocimiento.
Observamos que el orden atávico subsiste hasta cierto punto en la familia y en voluntarias organizaciones comunitarias de pequeños grupos formales e informales. Es el espacio civilizado para el orden tribal y su moral específica. Pero sufre la mentalidad atávica al constatar que la civilización estimula las diferencias y se excita la atávica envidia ante el éxito de aquellos más talentosos o afortunados. El control de esos atavismos ancestrales negativos –no su supresión– por la moral civilizatoria, rehace altruismo, envidia y obediencia en generosidad, competencia y disciplina. Y la evolución del orden primitivo dentro del orden extenso garantiza a su vez el surgimiento de órdenes intermedios y una cultura comunitaria más diversa, rica y libre que la que incluso en el mejor de los casos permitiría un orden tribal, más o menos aislado.
“Por libertad entiendo la seguridad de que todo hombre estará protegido para hacer cuanto crea que es su deber frente a la presión de la autoridad y de la mayoría, de la costumbre y de la opinión”, afirmaba hacia 1887 Lord Acton, enlistando acertadamente cuatro fuentes de restricciones arbitrarias a la libertad individual (autoridad, mayoría, costumbre y opinión). Pero no hay civilización sin autoridad, mayorías, costumbre y opinión. De ellas dependen las restricciones legítimas a las acciones que violan la libertad de unos por otros. Pero de ellas se puede abusar para restringir arbitrariamente la libertad de unos a favor de otros, e incluso de todos en nombre de mitos producto de atavismos ancestrales.
La libertad ante la opinión de los demás exige tolerancia porque siempre tiene costo personal ejercerla, la novedad y el avance en la evolución de las costumbres siempre sufrirán el rechazo que la mentalidad convencional mayoritaria opone a toda innovación. Y es en ese sentido que la libertad del hombre se reduce al grado de independencia individual ante las creencias de sus semejantes, no ante los derechos de sus semejantes, sino ante sus opiniones, creencias y convicciones. Así que no es la generosidad, el altruismo, o la idea del bien común lo que mejor garantizaría la paz social, sino la aceptación moral de una obligación pasivamente universal de no iniciar la violencia contra nadie, que es obvia cuando entendemos que en tanto las acciones de cada cual no causen un daño real en las personas y propiedades de otros, toda restricción de las mismas es arbitraria e ilegítima, cualquiera sea su origen.
Pero la abrumadora mayoría de la humanidad no lo entiende así. Por ello es tan difícil alcanzar la libertad y tan fácil perderla. Y por ello debemos reconsiderar la fundamentación de la ley natural a la luz de evolución del orden espontaneo de la civilización, no por referencia a un orden que, inmanente o trascendente, humano o divino, sería igualmente inmutable, eterno y perfecto, sino a la dinámica tendencia evolutiva del orden espontaneo de la civilización misma, orientándose a la libertad y dignidad del hombre, dentro de los límites de la realidad natural y social.
Quienes no entiendan adecuadamente la tensión evolutiva entre el orden moral atávico, subsumido en el orden extenso de la civilización con su moral propia, dando el espacio de normatividad moral a cada uno de ellos en su marco específico de éxito evolutivo, caerán tarde o temprano ante los atavismos ancestrales y tomaran al orden moral atávico como regla general de justicia, autoflagelándose con una ética impracticable, y debilitando la civilización con irracionales reclamos constructivistas de reordenar la sociedad extensa, sobre la moralidad ancestral de unos pocos primates carroñeros.
La libertad, en el sentido ausencia de restricción arbitraria a la acción humana, es el espacio de surgimiento y desarrollo de la civilización, en tanto que del anhelo atávico por la seguridad de la sumisión servil devenido en filosofía social, resulta siempre, no el pretendido intento por la utopía irrealizable sino el muy consciente e informado esfuerzo por materializar una totalitaria tiranía genocida. Una tiranía que se valdrá del falaz reclamo de ser una aspiración “moralmente justa” para colocarse al margen de la evaluación razonable de las criminales consecuencias de todos los intentos fracasados de imponerla sobre el orden social. Hoy, como ayer y mañana.