Los venezolanos de mi generación –y de generaciones cercanas– no reconocen el país actual; ven ruinas, pero no restos de lo que fue. No es la destrucción en sí, es que se niegan a ver al presente como lo que es: la inevitable consecuencia de causas que aplaudieron y que vagamente justifican todavía. Hoy vivimos en la destrucción material y moral que la abrumadora mayoría de nuestros compatriotas –y la casi totalidad de nuestros intelectuales– crearon, paso a paso, durante siete o más décadas de esfuerzo destructivo creciente, sin que acertáramos a ver cómo impedirlo a tiempo.
Porque el asunto es que la libertad es, ante todo, una idea; una idea que se expresa en usos y costumbres, cimentando instituciones. Por eso, para destruir la libertad en el orden social hay que destruirla primero en las mentes. Caída ahí, tarde o temprano un orden social liberal sostenido en cimientos derruidos, caerá. Porque, como ya he comentando antes, la idea de libertad evolucionó desde que en el elogio fúnebre a los caídos en el primer año de la Guerra del Peloponeso. Pericles recordaba a sus compatriotas que pese a ser todos griegos, demasiado los diferenciaba del enemigo espartano:
“En nuestras relación con el Estado vivimos como ciudadanos libres y, del mismo modo en lo tocante a las mutuas sospechas propias del trato cotidiano, nosotros no sentimos irritación contra nuestros vecino si hace algo que le gusta y no le dirigimos miradas de reproche, que no suponen perjuicio, pero resultan dolorosas. Si en nuestras relaciones privadas evitamos molestarnos, en la vida pública, un respetuoso temor es la principal causa de que no cometamos infracciones, porque prestamos obediencia a quienes se suceden en el gobierno y a las leyes, principalmente a las que están establecidas para ayudar a los que sufren injusticias y a las que, aun sin estar escritas, acarrean a quien las infringe una vergüenza por todos reconocida”.
Nos dice Tucídides que afirmó Pericles. Hay notables diferencias entre el concepto de libertad de los antiguos, de los de la alta y baja Edad Media, o del Renacimiento. Todos diferentes de los de la modernidad. Pero ya en su elogio fúnebre comenzaba a perfilar Pericles una idea clave: cierta libertad del hombre ante el Estado y el resto de los hombres dentro de una ley por todos conocida y reconocida.
Así que sin olvidar lo obvio, como que aquel Estado no es el Estado moderno, entendemos que para los antiguos, libre fue quién no era esclavo y fue ciudadano de un Estado que bajo su propia ley fue gobernado por sus propias autoridades. Así serían tan libres los espartanos sometidos a uno de los primeros totalitarismos de la historia occidental, como los atenienses que comenzaban a reclamar una incipiente libertad individual ante el Estado y la sociedad misma. No la antigua, sino la perfilada por Pericles, es la libertad individual que entendemos hoy –donde todavía la entiendan– nació ahí. Y es el concepto por el que Juan de Mariana en 1609 –en tránsito intelectual de las libertades medievales a la libertad moderna– afirma:
“…ni el que es caudillo en la guerra y general de las armadas ni el que gobierna los pueblos puede por esa razón disponer de las haciendas de los particulares ni apoderarse de ellas (…) si los reyes fueran señores de todo no sería tan reprendida Jezabel ni tan castigada porque tomó la viña de Nabot (…). El tirano es el que todo lo atropella y todo lo tiene por suyo; el rey estrecha sus codicias dentro de los términos de la razón y la justicia, gobierna los particulares, y sus bienes no los tiene por suyos ni se apodera de ellos sino en los casos que le da el mismo derecho”.
Mariana defendió libertades estamentales, de la nobleza, del clero y demás. Pero habló también de “Iura humanitatis”. De una libertad común a todos los hombres. Para Mariana “el rey gobierna hombres libres” a los que no tiene derecho a impedir que se armen y entrenen, para defenderlo en la guerra justa o para resistirle y deponerle en la tiranía. No puede obligarles a lo que en derecho no están obligados, tomar su propiedad sin su autorización por medio de tributos abiertos o encubiertos como la inflación, o imponer su voluntad sobre las leyes y costumbres del reino. No habíamos llegado, pero nos acercábamos a la libertad definida por Lord Acton en 1873:
“Por libertad entiendo la seguridad de que todo hombre estará protegido para hacer cuanto crea que es su deber frente a la presión de la autoridad y de la mayoría, de la costumbre y de la opinión. (…) En la antigüedad el Estado se arrogaba competencias que no le pertenecían, entrometiéndose en el campo de la libertad personal. En la Edad Media, por el contrario, tenía demasiada poca autoridad y debía tolerar que otros se entrometiesen. Los Estados modernos caen habitualmente en ambos excesos. El mejor criterio para juzgar si un país es realmente libre es el grado de seguridad de que gozan las minorías”.
Y esa la libertad la comenzamos a perder en Venezuela cuando abrazamos intelectual y emocionalmente ideas antisociales que le son contrarias. Poniendo en duda usos y costumbres civilizados que habían sobrevivido a la más brutal, sangrienta y prolongada guerra civil de la historia del continente y a largas tiranías. La idea misma de libertad, como la de propiedad y derecho, había muerto entre nosotros cuando se normalizó tratar de ladrón a quien se levantaba en la madrugada para hacernos el pan porque los precios subían –producto, no de la voluntad del panadero, sino de la misma política monetaria y fiscal que aplaudía la mayoría– mientras se consideraba “víctima de la sociedad” –y héroe predilecto del subsidiado cine nacional– al asaltante. Perdimos tan fácilmente la libertad, casi sin verlo, porque la habíamos perdido como idea. Y mientras no prevalezca en nuestras mentes, no prevalecerá en nuestra tierra.