Insistir en acumular más pruebas del que la libertad es clave de la creciente prosperidad material y progreso moral de la humanidad, aunque sea útil, no será suficiente para convencer a mayorías empeñadas –emocional e ideológicamente– en creer lo contrario, contra toda evidencia. Las grandes ventajas de las que podemos presumir en nuestro tiempo, en todos los campos del conocimiento. Y el notable progreso del nivel de vida de las personas comunes son productos casi exclusivos de las sociedades más libres. Escasos son los frutos originales de las sociedades en que la libertad no se ha impuesto. Apenas tienen limitados logros igualitaristas aislados en campos específicos, e incluso en esos casos, para alcanzarlos han dependido de la ciencia, la tecnología y los métodos de organización copiados de sociedades libres.
Pero eso es poco. Porque con la estremecedora miseria material y moral de todos los fallidos experimentos socialistas a plena vista, la negación irracional de su naturaleza criminal y la simpatía por sus líderes pasados y presentes es la norma entre los intelectuales y las masas de las sociedades más libres que el mundo ha conocido. Tan peligroso fenómeno tiene varias causas, y personalmente he procurado profundizar en la explicación de aquella que considero más descuidada por la mayoría de los defensores de la libertad. La envidia es la autentica némesis oculta tras los prejuicios que amenazan la libertad, la razón inconfesada por la que tantos se niegan a admitir las ventajas de las sociedades libres. Es la abyección de aquellas en que el poder logra destruir la libertad en nombre de una igualdad, que por lo demás, tampoco han alcanzado realmente. Quienes tan ansiosos se muestran de entregar su libertad a cambio de igualdad, pese a tener fundadas razones para sospechar que en realidad tampoco la alcanzarán, no actúan exclusivamente bajo el influjo de la superstición o la ignorancia. Sino también, y a decir verdad más que por cualquier otra causa, por la inconfesable envidia y los amargos resentimientos. Ostentan una negación tan profunda que les permite engañarse realmente a sí mismos sobre sus verdaderos motivos.
No es novedoso lo que afirmo, muchos han tomado nota de la envidia como pasión oculta tras la adherencia a políticas igualitaristas.
El filósofo socialista Bertrand Russell admitió que: “La envidia es la base de la democracia. Heráclito dice que se debiera haber ahorcado a todos los ciudadanos de Éfeso por haber dicho: ‘No puede haber entre nosotros ninguno que sea el primero’. El sentimiento democrático de los Estado griegos, casi en su totalidad, debió de haber sido inspirado por esta pasión. Y lo mismo puede decirse de la democracia moderna. Es cierto que hay una teoría idealista según la cual la democracia es la mejor forma de gobierno, y yo, por mi parte, creo que la teoría es cierta. Pero no hay ninguna rama de política práctica en donde las teorías tengan fuerza suficiente para efectuar grandes cambios; cuando esto ocurre, las teorías que lo justifican son siempre el disfraz de la pasión. Y la pasión que ha reforzado las teorías democráticas es indiscutiblemente la pasión de la envidia”.
El aristócrata socialista británico –tercer conde de Russell– confunde intencionadamente democracia con socialismo en sentido amplio. Pero con ello admite que es que la envidia la pasión que inspira a los adherentes a las variantes del socialismo que amalgama artificiosamente con democracia. Porque como indicaba Ludwig von Mises: “la gente no apoya el socialismo porque sepa que ha de mejorar su condición, ni rechaza el capitalismo porque sepa que les perjudica. Se convierten al socialismo porque quieren creer que con él progresarán y odian al capitalismo porque quieren creer que les daña; en verdad, la envidia y la ignorancia ciegan a los más”.
El hoyo en que estamos
Eso que se denomina en unos lugares “la izquierda” en otros “las izquierdas” y en neolengua orwelliana –en la que las cosas significan lo contrario y nada al mismo tiempo– se denomina “progresismo” (pese a tratarse del mayor esfuerzo concebible por destruir tanto los frutos del progreso material y moral de la humanidad, como los usos, costumbres, ideas e instituciones que en un complejo, interdependiente e involuntario orden espontáneo de la civilización los han hecho posibles) ha logrado una firme hegemonía cultural en occidente y su periferia.
Una mala película –mal guion, pobres actuaciones, mediocre dirección– que dentro de esa hegemonía cultural resulta ser una obra maestra de la propaganda socialista es “el hoyo”. Debería preocuparnos –para empezar a ocuparnos con la urgencia del caso– porque es un perfecto modelo simplificado del socialismo real: autoridad central superior que asigna a cada cual su posición en la gran cárcel sin sentido en que están todos, y en que todo depende de la autoridad central, la comida llega a través del hoyo por el que la envía la autoridad central, nadie produce nada, todos se limitan a consumir y obedecer. Lo más importante es que la igualdad en que viven es cualquier cosa menos igual. Va de la relativa abundancia de comida de los pisos superiores al hambre y canibalismo de los más bajos. El poder de la autoridad es tan claro que “no escuchas a los que están abajo y los que están arriba no te escuchan”.
Que una perfecta descripción del socialismo sea entendida como “critica al capitalismo” es menos producto de la astucia de sus creadores que de la ignorancia y envidioso resentimiento de de quienes la ven. Que se pueda describir lo peor de la realidad del socialismo para que la mayoría vea ahí una crítica al capitalismo es una tragedia de nuestros tiempos. Esta tragedia es producto de una hegemonía cultural de la mentira ocupando el lugar del sentido común y un síntoma de lo mucho que peligra la poca libertad que queda en el mundo.