Ante todo, porque por sofisticados que sean sus métodos. Por efectivo que resulte en comparación con sus predecesores, el totalitarismo chino actual (el más sofisticado y completo proyecto totalitario hasta la fecha, especialmente en su astuto manejo del máximo posible de soluciones capitalistas de mercado para dar a su totalitarismo socialista el soporte económico que la economía centralizada no pudo dar al experimento soviético) al final sigue impidiendo el surgimiento de la información que necesitaría para que su plan funcione. No es casualidad que las grandes corporaciones privadas chinas todavía dependan completamente del robo de propiedad intelectual desarrollada en verdaderas economías de mercado para ser competitivas.
Pero hay otro motivo más sutil. En la misma China totalitaria (en apertura mercantilista controlada bajo Deng Xiaoping) Han Dongfang intentó fundar la primera federación de trabajadores independientes de la república popular en medio de las protestas estudiantiles de la plaza Tiananmen en 1989. Los obreros que se unieron a Han sufrieron la hostilidad de los intelectuales que apoyaban a los estudiantes, el rechazo “patriótico” de esos estudiantes y la peor represión por el aparato de seguridad. Solo obreros fueron ejecutados sin mayor trámite. Han se entregó negándose a confesar los crímenes que le imputaban, incomunicado durante meses, encerrado en una minúscula y húmeda celda llena de alimañas y enfermos de tuberculosis para contagiarle antes de que otorgarle libertad condicional para evitar que otro disidente conocido fuera de las fronteras muriese en prisión sin ser “reeducado”. En determinado momento, logró garabatear “me niego a cooperar” como respuesta a los esbirros que intentaban que firmase una “confesión” para acompañar la orden libertad bajo palabra ordenada por la imagen exterior.
Apenas recuperado, se dirige al Congreso nacional del Pueblo y presenta una petición de derechos para los trabajadores, sabiendo perfectamente las consecuencias. Similares más prolongadas torturas sufrieron otros que murieron antes de aceptar la “reeducación”. El sistema funciona con la mayoría al deshumanizar completamente al prisionero, mantenerlo hambriento, débil y agotado, hacerle consciente de que depende en todo y para todo de sus guardianes, hacerle partícipe forzado de la tortura a otros y víctima de todos los demás prisioneros, borrando toda esperanza de sobrevivir a menos que logre probar que cree en su propia culpa.
Pero hay quien lo resiste y muere sin aceptar su inexistente crimen. Para quien descubre –para su propia sorpresa– que valora más su conciencia que su vida y su alma que su cuerpo, es para lo único que no están preparados los esbirros de los totalitarismos.
Lo normal para el poder totalitario, como explica Solzhenitsyn, es encontrar poca resistencia entre sus víctimas: “parece que hubiera bastado con enviar una notificación a todos los borregos designados y ellos mismos se habrían presentado sumisamente a la hora señalada, con un hatillo, ante los negros portones de hierro de la Seguridad del Estado para ocupar su porción de suelo en la celda que les indicaran. (…) Durante varias décadas, en nuestro país las detenciones políticas se distinguieron precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado una sensación general de fatalidad, una convicción (bastante justificada, por cierto, dado nuestro sistema de pasaportes) de que era imposible escapar de la GPU-NKVD. Incluso en el peor momento de la epidemia de detenciones, cuando al salir a trabajar los hombres se despedían de sus familias cada día, pues no podían estar seguros de volver por la tarde, incluso entonces apenas se registraban fugas (y menos aún suicidios). Así tenía que ser: de la oveja mansa vive el lobo”.
Creo que la mejor palanca del terror totalitario es que el temor permanente de la víctima potencial a todo lo que pudiera transformarla en víctima real la hace cómplice por omisión, y de darse el caso por acción, de ese poder totalitario, ante el cual de antemano ya estaba rendida su conciencia.
Con evidente amargura recuerda Solzhenitsyn su propio temor cuando siendo capitán del ejército soviético un prisionero de la Sección Especial en el frente le imploró protección: “¡Señor capitán! ¡Señor capitán!”, en un ruso perfecto estaba pidiéndome protección un soldado que marchaba a pie, con pantalones alemanes, desnudo de cintura para arriba, con la cara, el pecho, los hombros y la espalda ensangrentados, mientras un sargento de la Sección Especial montado a caballo, lo acosaba con el látigo y le echaba el animal encima. Fustigaba sus carnes desnudas a latigazos y no permitía que se diera la vuelta ni que pidiera auxilio, le iba empujando a golpes, marcando en su piel nuevas cicatrices (…) Cualquier persona que tuviera autoridad, cualquier oficial de cualquier Ejército del mundo, tenía la obligación de detener aquella tortura arbitraria. Cualquier oficial, de cualquier Ejército, sí. Pero, ¿también del nuestro? (…) me acobardé de defender a un vlasovista ante un sargento de la Sección Especial, no dije ni hice nada, pasé de largo como si no lo hubiera oído para que esa peste, de todos conocida, no se me pegara a mí (…) Con cara brutal, el sargento continuó azotando y acosando a aquel hombre indefenso como si fuera ganado”.
Solo al terminar finalmente en el gulag, supo de esos pocos que resultaban imposibles de someter. De la infinita obscuridad del gulag soviético y el Lao Gai chino nos llega la luz de aquellas personas comunes y corrientes que resultaron héroes extraordinarios. Consignó Solzhenitsyn que otra sobreviviente del gulag le explicó que “no les temo y moriré sin decirles lo que quieren, son ellos los que temen a todo, incluso a matarme mientras me interrogan” afirmaba una anciana que en efecto murió sin revelarles lo que querían. Murió sabiendo que los había derrotado, y que sea eso mucho más humano que la bestialidad de quienes intentan suprimirlo, es otro motivo por el que el totalitarismo fallará siempre a largo plazo.