Afirmaba Sun Tzu en El arte de la guerra que “si conoces a los demás y te conoces a ti mismo, ni en cien batallas correrás peligro; si no conoces a los demás, pero te conoces a ti mismo, perderás una batalla y ganarás otra; si no conoces a los demás ni te conoces a ti mismo, correrás peligro en cada batalla”. Lo cierto es que muy pocos de los líderes políticos e intelectuales de occidente conocen realmente –en cuanto a comprender y a explicar– ni a su mayor enemigo totalitario –el socialismo revolucionario– ni al orden espontáneo del que emerge la civilización capitalista en el libre mercado. Tampoco se conocen a sí mismos –por referencia al tipo de sociedad que hasta cierto punto encabezan– ni a los demás, empezando por sus peores enemigos.
Los simples placeres de la ingenuidad
Y es por ello que con el totalitarismo socialista chino nos pasó algo similar a lo que nos ocurrió con el autoritarismo postsoviético –y en un momento u otro, con casi todos los enemigos de la civilización occidental–. Es la ingenuidad optimista. En lo personal, pocas veces me he sorprendido en un error tan obvio como cuando noté que impulsado por la ingenua esperanza sobre el potencial de cambio de la nueva China de Deng. Había aplicado al análisis de un totalitarismo en toda regla, categorías y conceptos aplicables exclusivamente al autoritarismo. La juventud no es excusa, tenía ya 25 años cuando la masacre de Tiananmen empezó a despertarme del sueño que finalmente abandoné al leer el revelador libro Elementos perniciosos de Ian Buruma.
Es una ingenuidad optimista empeñada en confundir lo que se puede esperar del devenir del autoritarismo a lo que tenemos necesariamente que prever del totalitarismo, nos guste o no. Y difícilmente nos gustará la verdad del caso. Queremos creer con ingenuo optimismo que los totalitarismos podrían devenir en autoritarismos primero y finalmente en democracias si adoptan restringidas prácticas de mercado razonablemente efectivas. Deseamos creer que bajo el peso de su propio éxito económico –y para superar el techo con que chocarán por sus restricciones y controles al mercado– se deslizarán imperceptiblemente hacia el mercado plenamente libre, el Estado de Derecho y la propiedad plural, que tradicionalmente denominamos propiedad privada. Pero no es tan fácil.
El totalitarismo
El totalitarismo es una idea absurda, internamente contradictoria e inseparable del socialismo –pese a no ser el socialista el único totalitarismo concebible– porque de una parte, aunque son concebibles totalitarismos cuyo fin último no sea el socialismo, es inconcebible –en la realidad– un socialismo cuyo fin último no pase por el establecimiento del totalitarismo. Y de la otra, porque incluso cuando un totalitarismo no se plantease al socialismo como modelo económico, no tendría otra salida que implementarlo en su economía –en una u otra forma– para alcanzar el control social que lo define como sistema de control total bajo un mando central único. Sobre todo porque la extinción de la individualidad que es la condición sine qua non del totalitarismo, no es otra cosa que el anhelo atávico de regresión a las formas más primitivas de orden social del más remoto pasado de nuestra especie –un orden tribal pre humano– rigiendo sobre el complejo orden espontaneo de la civilización. Tal imposibilidad es la raíz común de todas las variantes del socialismo, lo que define al socialismo como fatal arrogancia y error de hecho sobre el orden social.
Totalitarismo y Estado moderno
La idea totalitaria no es reciente. En sentido antropológico es la más antigua posible. Trazas de totalitarismo identificamos en sociedades antiguas de todo el orbe. Esparta, fue en muchos sentidos el primer intento serio –o al menos el primero que conocemos– en Occidente. Algunos egiptólogos han especulado que la revolución religiosa y política que adelantó el faraón Akenatón hubiera sido un proyecto profundamente totalitario –lo que en las condiciones en que se habría adelantado explicaría su veloz caída–. Hoy denominaríamos totalitarismo al imperio de Qin Shi Huang –el primer emperador chino– pero, además del anacronismo que implica el término en esos contextos, hasta la modernidad la idea totalitaria careció de la única herramienta política capaz de materializarla plenamente en una sociedad a gran escala: el Estado moderno. El Estado moderno hace conceptualmente deseable –para el poder gobernante y sus propagandistas– al totalitarismo, al tiempo que aparenta hacerlo materialmente posible. Esto es una apariencia, porque en última instancia el totalitarismo en la Gran Sociedad –como explicó Hayek– es inviable a largo plazo al impedir el surgimiento de la información de la que a su vez depende para gobernarla. Pero por un tiempo, prolongado en años y en sufrimiento humano, parece funcionar.
El gato del camarada Deng
La optimista ingenuidad occidental ante el peligro del totalitarismo chino empieza con la muerte de Mao Zedong y el ascenso de Deng Xiaoping. Deng adoptó mecanismos de mercado, propiedad privada, empresas privadas, formación de precios en el mercado y dijo: “no importa el color del gato sino que cace ratones” hasta “enriquecerse es glorioso”. Y así fue: un limitado capitalismo en clave de privilegios mercantilistas restringidos y controlados por un poder totalitario, donde los grandes empresarios serían única y exclusivamente leales miembros del partido. Eso fue suficiente para sacar de la pobreza secular –y del peligro de experimentos como los que ocasionaron las criminales hambrunas de Mao– a cientos de millones de chinos, con todo lo que ello significó para la economía de china y el resto del mundo. Ciertamente, fue glorioso. Y el optimismo con que lo aplaudimos nos hizo olvidar la sutileza del totalitarismo ante el que estábamos. Las consecuencias las vemos hoy. Pero lo que no veíamos al empeñarnos en la optimista ingenuidad sobre China, es de lo que trataremos en la próxima entrega.