Es indudable que la idea misma de racionalidad contemporánea es sinónimo de cálculo, y esto tiene orígenes claros en la historia de la filosofía. Kant en exilió la metafísica al terreno de la creencia, reduciendo el saber racional a la integración copernicana de la matemática y la física, esa creencia cultural en la racionalidad reducida única y exclusivamente al cálculo ha tenido efectos negativos en el desarrollo de las ciencias sociales y la filosofía moral.
En la economía, al aferrarse a ese concepto de racionalidad el marginalismo en lugar ilustrar el proceso de la mente creativa que descubre fines, se redujo al agente que calcula medios y así, en los modelos del paradigma dominante. Lo vemos tratando de maximizar su utilidad en ese sentido matemático, con lo que el descubrimiento del valor marginal se intentará reducir “científicamente” al cálculo. Así se limitó la ciencia económica única y exclusivamente a la racionalidad instrumental de Weber como asignación eficiente de medios a unos fines dados, cuando se cruzó la frontera que va de Jevons a Marshall y la mayoría de las líneas de pensamiento económico subsiguientes.
Ese enfoque es erróneo en su imitación de un método de las ciencias naturales, cuya demoledora crítica para las propias ciencias naturales fue completada por epistemólogos como Kuhn, Lakatos y Feyerabend. Esto es algo de lo que los modeladores neopositivistas en la economía en particular, y las ciencias sociales en general, no han tenido noticia, porque ante aquello prefieren mirar a otro lado. Pero sería difícil negar que mientras más liberal resulte una escuela del pensamiento económico, menos se la podrá acusar de ello. A riesgo de herir susceptibilidades, hay más neopositivismo estrecho en la Escuela de Chicago que en la economía ordo liberal alemana, como en esta última que en la Escuela austríaca. Y en última instancia, el único descubridor del valor marginal que se resistió a reducir la racionalidad al mero calculo, manteniendo la visión del hombre como agente activo y creativo, fue justamente Karl Menger. No es poca pues la diferencia entre la escuela austríaca y el keynesianismo, neokeynesianismo y síntesis neoclásica, cuando resulta ser nada menos que antropológica.
No es el desarrollo de la praxeología austríaca, especialmente en la economía, lo que evita o estorba la fundamentación ética de la doctrina liberal, ni es parte del problema que los liberales tiendan a saber algo más de economía que los socialistas, como no es problema en absoluto que sean unos u otros, creyentes, agnósticos o ateos. La ética socialista y las doctrinas sobre ella construidas han encontrado asidero en Occidente en la interpretación, generalmente literal, de la Biblia, la extra bíblica proclamada revelación del espíritu santo, textos sagrados y enseñanzas de maestros de religiones orientales, sincretismos neopaganos, iluminismos hermético-gnósticos, racionalismos iluministas, y materialismos proféticos rigurosamente ateos. Las fuentes no pueden ser más diversas, pero todas las variantes de socialismo comparten la misma ética impracticable. Son ideologías –en sus propios términos– que proponen un modelo de orden social afirmando su superioridad, pese a carecer de asidero alguno la realidad.
El liberalismo no es en tal sentido una ideología, sino el resultado de la observación, identificación y explicación teórica de aquellas tendencias institucionales que como producto del orden emergente de la civilización, no solo garanticen éxito evolutivo a las sociedades que las adoptan, sino que lo logren ampliando las posibilidades de desarrollo de la vida libre, mediante la valoración moral de la dignidad del individuo. Que el hombre es un fin en sí mismo y que su plenitud solo puede alcanzarse en la búsqueda racional y prudente de la felicidad en la virtud, pudiera ser un buen resumen del principio ético liberal. ¿En que suele consistir la trampa de la ética colectivista? Pues en postular, de una u otra manera, que la virtud consiste en sacrificarse por un supuesto bien colectivo, y pretender que con ello no niega lo anterior. Imposible es que cada uno de los hombres que conforman cualquier colectividad oriente coherentemente su conducta por tal norma, ya que si todos han de sacrificarse por los demás, no restarán demás que disfruten el supuesto bien colectivo producto de tales sacrificios. La falacia socialista pasa por definir a la humanidad como “el hombre” supuesto que es el fin del hombre individual real, pretendiendo que sí mismo se refiera única y exclusivamente a su supuesta pertenencia infinitesimal pero transcendente a una antropomórfica entelequia conceptual.
La amplia cosecha de programas socialistas fundamentados en la religión y el escaso número de doctrinas religiosas favorables a la libertad –escasas en número, aunque más duraderas y de gran influencia civilizadora– debería ponernos en guardia contra cualquier intento de fundamentar doctrinas políticas en textos religiosos. La libertad de religión –que para ser tal, incluye la de irreligión– es uno de los mayores logros no solo políticos, sino culturales del liberalismo. Hay razones filosóficas, históricas y prácticas para requerir un fundamento ético liberal que no tenga carácter teológico sin que ello excluya que los creyentes reconcilien los fundamentos teológicos de su propia conducta moral con su fe.
La noción de bien común –término confuso– no puede en realidad aplicarse a otra cosa que al proceso mismo de evolución espontánea del orden social que, siendo producto de la acción pero no de la voluntad humana, permite que emerjan usos y costumbres cuya institucionalización dé un marco de cooperación pacífica y voluntaria de los hombres en búsqueda de sus propios fines. Todo esto sin necesidad de compartir fines comunes. Eso, que no se opone a fin individual alguno, que permite a todos y cada uno perseguir su propios fines en paz, es el único bien en común para todos y cada uno, porque reduce la necesidad de la fuerza a exigir el no emplear la propia fuerza, sino el intercambio voluntario, en la persecución de los propios fines, poniendo a todos a cada uno al servicio de todos y cada uno, en libertad y paz.