Para tratar sobre lo que se puede denominar “complejo de Dios”, es irrelevante que el lector sea creyente, agnóstico o ateo ya que, el hecho de que algunas personas asuman que serían capaces –individualmente o en grupo– de ejercer efectivamente un grado de control sobre el orden social que exigiría las capacidades ilimitadas de Dios es independiente de la existencia o inexistencia de Dios mismo.
El concepto de Dios
Dios, no como un tema de fe, sino como un concepto a definir (para a su vez, determinar el alcance del “complejo de Dios”) no requiere un largo examen de religiones comparadas, sino una definición lógica coherente para explicar el alcance del concepto mismo.
Cierta tradición intelectual occidental define a Dios por tres características que deduce como necesarias del concepto mismo de lo divino llevado a sus últimas consecuencias lógicas. En ese sentido definimos a la divinidad como:
Omnisciente: esto implica que Dios –de existir– todo lo sabe. Y el alcance de todo es necesariamente ilimitado.
Omnipresencia: Dios existiría como presencia consciente en todo momento y lugar de la realidad íntegra, sin limitación alguna de espacio o tiempo.
Omnipotencia: su poder, como su conocimiento y presencia, no conocería límites.
Sería un poder y conocimiento que no conoce límites de espacio y tiempo, lo que desde que aceptamos al tiempo como una dimensión del espacio, nos habla lógicamente de un ser que sabe, está, puede y de hecho es, ahora en toda la realidad que existió, existe, y existirá. A eso, no a otra cosa, se refiere el concepto de omnipotencia que finalmente requiere y comprende los de omnisciencia y omnipresencia.
Cuando decimos que una persona o grupo sufre “complejo de Dios”, nos referimos a que se cree capaz de algo que resulta materialmente imposible dentro de las leyes de la propia naturaleza para cualquiera, excepto para quien tuviera esas características de Dios.
El orden espontáneo
Cuando comprendemos que la existencia misma de la sociedad civilizada es producto de un orden espontáneo que resulta de la acción pero no de la voluntad humana chocamos con una realidad profundamente contraintuitiva. Es natural entender al orden como resultado de una voluntad ordenadora, pero todo lo que sabemos –sin ser omniscientes– sobre el propio universo, materia y energía, tiempo y espacio, así como sobre la evolución de la materia, la vida, la inteligencia y nuestra propia sociedad nos obliga a aceptar donde quiera que la materia llega a ser próxima al grado en que la complejidad aparece, emerge un orden sin ordenador que evoluciona en sus propias y necesarias interacciones aleatorias hacia la selección adaptativa.
La mente humana es capaz de identificar aquello, tanto en la naturaleza como en la propia sociedad, pero es contraintuitivo, porque nuestra experiencia vital nos conduce a entender el orden como aquello que nosotros mismos producimos a voluntad al actuar sobre nuestro entorno y a todo lo demás como caos. El caos, sin embargo, parece ser una mera entelequia –y en cierto sentido un mito ingenuo– mediante la que definimos un tipo de orden que escapaba a nuestra comprensión.
Obviamente, que la sociedad misma sea orden espontáneo –y que no pueda ser otra cosa– nos dice que vivimos en un orden que no es producto directo de nuestra voluntad sino indirecto e involuntario de nuestras acciones. Nos adaptamos al orden social mediante reglas, usos y costumbres institucionalizadas que, siempre sujetas a la selección adaptativa a lo largo de generaciones, nos permitieron evolucionar de los minúsculos grupos tribales definidos por los fines comunes, la envidia y la xenofobia, hacia la gran sociedad civilizada en que podemos interactuar pacíficamente con infinidad de desconocidos –incluso con aquellos a los que jamás vemos– cada cual en busca de sus propios y particulares fines, sirviendo lo más eficazmente posible a los de los demás. Es el orden del comercio, la producción especializada, la división del trabajo y el conocimiento, la propiedad, el derecho y la prosperidad creciente, en constante oposición al orden tribal primitivo de la envidia, xenofobia, violencia y miseria permanente.
El alcance del error socialista
Hayek explica en su última obra La fatal arrogancia que la idea común a toda forma de socialismo no es otra que un error de hecho sobre la forma en la información se crea y emplea en el orden espontáneo de la sociedad a gran escala. Los socialistas creen que pueden centralizar y controlar a voluntad la totalidad de la información que permite la existencia misma del orden civilizado. En su empeño, destruyen los procesos espontáneos de interacción voluntaria institucionalizada de los que surge tal información dispersa.
Se trata de la capacidad de procesar datos: ni cantidad de datos o la velocidad de procesamiento. Nos referimos a predecir lo impredecible, de infinitas interacciones libres entre todos y el entorno mediante las que cada individuo define sus propios fines y emplea sus propios medios, aprendiendo lo que ningún otro podría llegar a comprender sino de sí mismo. No podemos conocer lo que los demás desean, ni lo que desearan. Al imponerles fines, medios y planes de terceros por la fuerza, inevitablemente se empobrece material y moralmente el orden social hasta su colapso.
Lo único que aparentemente haría posible al socialismo sería que quienes planifican tuvieran –como creen tener en su infinita arrogancia– el poder de Dios. Siendo en su mayoría ateos., se han elevado –como también creen mediante dogmáticas absurdas– a la altura de la divinidad, lo que es imposible.
Si Dios existe, sus fines y medios no tendrían límites, su “acción” estaría más allá del tiempo lineal en que vivimos. En términos humanos no sería acción. El orden espontáneo de la sociedad sería la única “imagen y semejanza” entre lo humano y lo divino. Pero exista o no, el hecho es que quienes en su complejo de Dios sacrifican en los altares de su arrogancia a millones de inocentes, prometiendo el paraíso en la tierra, lo único que han materializado y materializarán siempre, es el infierno.