Un observador superficial podría pensar que las situaciones imperantes en Venezuela y Brasil son idénticas. En ambas naciones la gente está indignada con sus respectivos gobernantes. La causa es la corrupción rampante y el convencimiento de que en las elecciones que llevaron al poder a Nicolás Maduro en Venezuela y a la dupla Dilma Rousseff- Michel Temer en Brasil, hubo fraude.
Ese estado de ánimo se expresa en manifestaciones multitudinarias donde los ciudadanos demandan la salida de sus presidentes y “Elecciones Ya!”.
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Sin embargo, las similitudes son tan solo aparentes. A pesar de que visualmente podría parecer que estamos ante realidades gemelas que se resuelven con elecciones inmediatas, lo cierto es que el mal que asola a cada uno de estos países es de naturaleza diferente. En consecuencia, también el remedio indicado ha de diferir.
En Venezuela manda un régimen que ha corrompido sistemáticamente a la república democrática. El extinto Hugo Chávez le pidió el “manual” a Fidel Castro. A cambio de que le enseñara cómo desmantelar los controles y balanceos institucionales, le “regaló” su país a Cuba. Fue un traidor a su patria. Desde ese momento Venezuela pasó a ser una colonia, explotada vilmente por los imperialistas hermanos Castro.
Fidel no sólo contribuyó con estrategias dictatoriales, sino también con personal cubano adiestrado en la ciencia de reprimir y someter al pueblo. Asimismo, instruyó a Chávez en el modo de usar su carisma para emitir la sensación de que estaba beneficiando a los pobres, cuando en realidad, los estaba utilizando descaradamente para alcanzar sus propias metas: enriquecer impúdicamente a él, su familia, sus amigos, y perpetuarse en el poder.
En Venezuela no hay prensa libre. El poder Judicial, la Corte Electoral y los órganos de contralor están sometidos al Ejecutivo. Es una dictadura totalitaria.
Pero a pesar de esas circunstancias tan adversas, subsiste una alternativa política real. Existen partidos opositores organizados y primordialmente, líderes que en medio de tanta represión, injusticias y arbitrariedades, se han agigantado moralmente. Allí están María Corina Machado, Leopoldo López, Antonio Ledezma, Henrique Capriles y tantos otros. Están los valientes estudiantes que estuvieron entre los primeros en descubrir la índole del chavismo y en oponerse públicamente a ese régimen putrefacto. Está la admirable Lilian Tintori –esposa de Leopoldo López- que incansablemente denuncia en cuanto foro ponen a su alcance, la injusta prisión de su marido y las atrocidades que están sucediendo en su país.
Está la Conferencia Episcopal Venezolana –que en una línea divergente a la del Papa Francisco- llama a la desobediencia civil y a la resistencia pacífica. Esa entidad religiosa señala que “No se puede permanecer pasivos, acobardados ni desesperanzados. Tenemos que defender nuestros derechos y los derechos de los demás”.
Finalmente, pero no menos importante, están los venezolanos de a pie, que mediante los pocos recursos que tienen –whatsapp y redes sociales- difunden videos tomados con el celular de lo que está ocurriendo y coordinan acciones conjuntas.
La suma de estos factores nos retrotraen al 23 de enero de 1958, jornada cívica en la cual se liquidó a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
En una columna en “El Universal”, José Díaz expresa:
El 23 de enero de 1958 es parte de esas fechas históricas significativas de nuestra historia política moderna, y que representa un símbolo de los esfuerzos y los sacrificios que tuvo que hacer el país para rescatar y establecer un sistema democrático, y como éste debe ser consecuente con las libertades y derechos de los ciudadanos, ser el escenario de una equilibrada y constructiva interacción política y representar, en definitiva, una alternativa cierta para el desarrollo de la nación y superar así los vicios y limitaciones que ponen en peligro la real vigencia de sus instituciones y de los derechos de todos.
En Venezuela están dadas las condiciones para que se impongan las “elecciones ya!”, porque hay reserva moral en el ámbito político: personas conocidas y valoradas por la población.
A ellos les sugerimos que tomen a Nelson Mandela como modelo a imitar. Hacemos votos para que las nuevas autoridades venezolanas se impregnen de la sabiduría para gobernar que exhibió el líder sudafricano.
Muy diferente es el escenario en Brasil. Allí impera una democracia republicana. Lamentablemente, eso no evita que la corrupción -en mayor o menor grado- impregne a todos los partidos y a la inmensa mayoría de los políticos. La visión generalizada es que en ese ámbito todo está “podrido”. No hay una reserva moral que pueda tomar con las “manos limpias” las riendas del poder. Por tanto, no parecería prudente la exigencia de elecciones “diretas já!” ¿A quién escogerían? ¿El mismo perro con diferente collar?
La prueba de esto es, que según las encuestas el favorito para ganar unas potenciales elecciones es Lula, que paradójicamente, enfrenta varias causas penales por corrupción.
En cambio, quienes han sobresalido desde el punto de vista ético, han sido las instituciones republicanas. Hay un Poder Judicial que investiga y encarcela a los delincuentes, por muy poderosos que sean; los órganos del contralor están funcionando adecuadamente; existe una prensa independiente que recoge y difunde información de interés público.
Dadas esas realidades tan dispares, ¿qué sería lo más indicado para cada una de estas dos naciones?
Es claro que en Venezuela es imperioso “purgar” a las instituciones de elementos “tóxicos” y volver a edificar un sistema republicano de gobierno. En consecuencia, es forzoso que Maduro y su comparsa sean alejados del poder y se convoque a elecciones limpias lo más pronto posible.
En cambio en Brasil lo urgente es “purificar” al sistema político. Por consiguiente, no parecería apropiado convocar a elecciones directas en forma inmediata. En otro artículo ya habíamos mencionado que, a nuestro entender, lo más prudente sería la instalación de un gobierno provisorio mientras la justicia termina de “fumigar”. La jefatura debería estar en manos de alguien con moral intachable, que despierte consenso general.
Actualmente quien se acerca más a ese perfil, es el juez Sérgio Moro. Según un sondeo de Datafolha, él sería uno de los pocos brasileños capaces de derrotar a Lula en una segunda vuelta electoral.
Esa circunstancia hace surgir nuevos temores: “Que los tribunales acaben por convertirse en amos y señores de una democracia desfigurada”. Incluso André Singer -asesor de comunicación internacional de Lula en su primer mandato- hace referencia a los jueces de Curitiba como el “Partido de la Justicia”.
Con el fin de disipar esos recelos, Moro ha enfatizado que “No tengo intención de ir a una carrera política. Mi trabajo es como magistrado, así de simple (…) lo importante es el trabajo institucional, el poder judicial y sus instituciones. Entonces, debemos enfocarnos en el fortalecimiento de las instituciones porque esto también implica el fortalecimiento de nuestra democracia”.
Para garantizar que su postura se mantenga en el tiempo -y para impedir posibles tentaciones- lo ideal sería que la constitución brasilera prohibiera que jueces y fiscales ingresen a la política, por lo menos hasta cinco años después de haber dejado sus cargos.
En conclusión, vemos que los contextos en Venezuela y en Brasil son diametralmente opuestos. Y lo que es aconsejable para un país, no lo es necesariamente para el otro. Incluso, hasta podría ser perjudicial y tener efectos contrarios a los buscados.