EnglishBogotá, Argentina y ahora Venezuela. Luego vendrán Brasil, Bolivia y hasta Ecuador, con todo y la reciente aprobación de la reelección indefinida. En América Latina surge una esperanza de cambio en la administración basada en el populismo de izquierda de nuestros países; esperanza que, sin embargo, debe ser tomada con sobriedad y sin exceso de optimismo.
Más que la llegada al poder de nuevos líderes, es necesario el cambio de mentalidad en nuestras sociedades. No se puede esperar que se consoliden unos cambios en la dirección correcta si aún persiste la creencia en ideas equivocadas que nos han destinado, hasta el momento, a la incapacidad de crear riqueza, de superar los problemas de pobreza y de construcción de organizaciones políticas que sirvan a la extensión de la libertad y que no sean una amenaza a ella.
Dentro de esas ideas está la del concepto de desarrollo. Es evidente, en el marco de la actual Conferencia de las Partes 21 (COP21) que las ideas equivocadas siguen teniendo muchos seguidores.
No me refiero al tema específico de la conferencia, el cambio climático. Me refiero a la aproximación que, supuestamente para solucionarlo, se ha adoptado en el ámbito global.
En esencia, a pesar del optimismo y de los discursos políticamente correctos, las negociaciones en el marco de la COP se han caracterizado, como siempre ha sido, por unas lógicas, por un lado, de casi chantaje de los países menos desarrollados frente a los ya desarrollados. Por el otro, de abierto desconocimiento de los desarrollados sobre cómo fue su proceso de desarrollo: pretenden evitar que los individuos en países pobres utilicen los recursos disponibles para mejorar los niveles de vida de los ciudadanos. Y lo hacen promoviendo una estrategia de soborno.
En el fondo, el tema es quién debe pagar no sólo por la protección del medio ambiente, sino además quién debe responsabilizarse por la generación de desarrollo en los países en los que aún persisten altos niveles de pobreza y de exclusión como resultado de profundas restricciones a los derechos individuales.
Así las cosas, seamos honestos, lo que menos importa en las negociaciones en curso es la solución de un problema – real o percibido – relacionado con el cambio climático en los años por venir. En realidad, lo que ha concentrado la atención de los negociadores es cuántas funciones más se les darán a los Estados para que regulen las actividades económicas y, a su vez, de qué montos serán las transferencias monetarias interestatales de los países ricos a los más pobres.
En consecuencia, es evidente que aún persiste la misma visión sobre el desarrollo y sobre la existencia de pobreza en la mayoría de sociedades del mundo. A pesar de la inmensa evidencia en contra, aún se sigue creyendo que es la transferencia de recursos entre países la que soluciona los problemas de pobreza.
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A pesar de la confusión entre causas y consecuencias, se sigue pensando que la falta de capital es la causa de la pobreza, y no que lo primero es reflejo de lo segundo. Al fin y al cabo, como señalaron Peter Bauer y, de manera más reciente, William Easterly, la ausencia de lo primero es consecuencia de lo segundo. No al contrario. Los países que hoy son ricos crearon el capital. No lo encontraron de manera accidental, ni nadie se los regaló.
De manera facilista, cómoda, pero claramente equivocada, los líderes de los países menos desarrollados siguen considerando que es responsabilidad de los más ricos generar las condiciones para el desarrollo. Por insistir en esta posición, esos líderes siguen cometiendo los mismos errores, arrebatándoles a sus ciudadanos los derechos, que es una de las razones por las cuales la pobreza sigue siendo rampante en gran parte del mundo. De igual manera, siguen evitando la evolución de las reglas del juego, de las instituciones, hacia unas más incluyentes y que sirvan a la persecución de los objetivos de cada individuo, en lugar de que les restrinjan su actuar.
Este viernes finaliza la COP21. De antemano se puede esperar que, a pesar de las expectativas, el acuerdo no sea lo que se esperaba inicialmente.
Es posible que un no-acuerdo sea lo mejor para preservar muchas de las libertades ya cercenadas por la obsesión frente a una eventual catástrofe ambiental, idea que se ha convertido en una cuestión de fe.
Si lo que se busca realmente es enfrentar lo que se percibe como un problema real, la estrategia debe cambiar. Para ello, debe comenzar por cambiarse el enfoque que se ha tenido desde los años 90. Solucionar todo con regulaciones estatales, con acuerdos internacionales y con transferencia de recursos son ideas que deben revisarse. De nada sirve cambiar la denominación de quiénes llegan al poder, si se persiste en las mismas estrategias fallidas, basadas en ideas equivocadas.