Muy en su estilo, el reconocido autor Frédéric Bastiat propuso en un artículo (Journal des Débats, septiembre 25 de 1848) su definición de lo que es el Estado. Afirmó que éste es la gran entidad ficticia a través de la que cada quién busca vivir a expensas de los demás (la traducción es mía).
Para las personas no familiarizadas con sus posturas –y las de otros autores liberales– la anterior definición puede parecer simplista o hasta descabellada. ¿Acaso el Estado no surge de un contrato social? ¿Acaso no cumple con unas funciones importantes para mantener la vida en sociedad? ¿Acaso no representa el avance de la civilización?
Aunque la discusión teórica podría ser apasionante, la verdad es que Bastiat parece tener más razón que cualquier otra definición –o justificación– existente hasta el momento. Las demás pueden tener más fama, pero no por ello son más correctas.
Muchos ejemplos se podrían citar para demostrar lo anterior, pero el caso colombiano, en particular el actual, es paradigmático.
En teoría, el Estado surge como una organización con dos fines esenciales: garantizar seguridad y justicia. Uno puede considerar que esta organización debe tener más funciones, pero no existe duda alguna que, por lo menos esas dos, son la razón de ser del Estado moderno. Que son su justificación inicial.
Sin embargo, en Colombia no solo no se cumplen, sino que existen miles de excusas para no exigirle al Estado su cumplimiento. Aún, después de décadas enteras, el Estado colombiano ha sido incapaz de garantizar la libre movilización por el territorio nacional, por ejemplo. De igual manera, a pesar de la retórica y de las discusiones políticas y de las muchas leyes aprobadas, aún no se puede afirmar que la justicia funcione en el país. Al contrario.
Todos los grupos políticos, muchas de las discusiones académicas y parte de la agenda política se han centrado en resolver estas falencias. Pero esto no se ha podido por, por lo menos, dos razones íntimamente vinculadas. De un lado, se ha considerado que, además de ellas, existen muchas otras dimensiones en las que el Estado debe participar (desde qué se produce hasta con quién se puede establecer un vínculo amoroso). Del otro, y como resultado de lo anterior, la justicia y la seguridad se consideran funciones “tradicionales”, “viejas”, no “progresistas” de esta organización social.
Por esto, el énfasis de los grupos políticos, de casi todas las discusiones académicas y de la casi totalidad de la agenda política está centrada en eternas discusiones sobre qué tema por fuera de los “tradicionales” y “viejos” debe ser prioritario para el Estado.
Entre intereses
Todos los intereses se representan. Todos los intereses se defienden. Todos los argumentos se consideran igual de válidos. Así, algunos consideran prioritarias cuestiones generales como la financiación del posconflicto. Otros más consideran que lo deben ser objetivos deseables como la educación en la primera infancia. Otros más que debe ser la protección de grupos sociales que han sido excluidos o marginados. Otros, incluso, consideran que la prioridad deben ser sus propios intereses porque ven en su actividad algo esencial para la vida en sociedad.
No me malinterpreten. No estoy diciendo que esos intereses no sean importantes. Lo que quiero señalar es que esos intereses, múltiples, existen. Lo que afirmo es que todos se consideran prioritarios por sus defensores. Lo que enfatizo es que todos se llevan al ámbito estatal. Lo que lamentablemente sucede es que, sin embargo, su prioridad no se puede determinar y menos políticamente.
El resultado es que la politización de todos esos intereses hace que se considere el Estado como un ente, no para garantizar justicia y seguridad, sino como un fondo del cual cada quién está legitimado para extraer su porción.
Pero, ¿de dónde se crea ese fondo? De lo que producimos (esto es, de lo que poseemos) cada uno de nosotros. Por ello, se habla simultáneamente de mayores necesidades impositivas en en los niveles local y nacional. Por ello, se hace esencial la persecución de quiénes no quieren contribuir o hacerlo en menor medida. Por ello, hasta las actividades en las que es menos clara su pertinencia, siempre hay una justificación, una gran idea, un plan de expertos, que legitima nuevos frentes a través de los cuales el Estado nos quita lo que poseemos.
Así, todos “contribuimos” para, luego, pedir nuestra tajada. No tenemos en cuenta que, para eso, una organización como el Estado no sería necesaria. No tenemos en cuenta qué se hubiera podido hacer sin el esfuerzo de las contribuciones. No tenemos en cuenta que, además, en el proceso, la organización estatal, se queda con una parte que se asemeja a los cobros de administración y de implementación de nuestros deseos.
Los intereses no se satisfacen y todos quedamos peor. El Estado, en lugar de cumplir con seguridad y justicia, queda a cargo de la expoliación. De todos contra todos, pero no deja de ser expoliación.