
Colombia es un país de grupos, no de individuos. Nuestros gobernantes no están al servicio de todos los ciudadanos, sino al de los empresarios, de los sindicatos, de los grupos religiosos, de los maestros…
En esa relación entre la sociedad y el Estado, los grupos han desarrollado diversos mecanismos para conseguir sus intereses, obtener privilegios y extorsionar monopolios por parte de la autoridad gubernamental. Uno de los mecanismos preferidos es el de los paros.
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Durante el Gobierno de Juan Manuel Santos se han activado múltiples de estas movilizaciones: los campesinos, los cafeteros, los médicos, los maestros, los taxistas. Hoy, después de más de un mes, son los camioneros y su violencia.
¿Las razones? No son claras. Desde problemas que han afrontado como resultado de los cambios en el entorno económico hasta la búsqueda de nuevas ayudas, o la presión por mantener privilegios pasados.
No obstante, para presionar al gobierno no son necesarias razones objetivas. Cualquiera se puede esgrimir. Es muy posible que la flexibilidad con la que afrontó el gobierno Santos las primeras manifestaciones en 2013, abriera la puerta a la multiplicación de este tipo de acciones. En ese entonces, cuando los cafeteros decidieron manifestarse, el gobierno se apresuró a ofrecerles subsidios y otro tipo de ayudas estatales.
Aunque se logró neutralizar esa movilización, era claro que el comportamiento del gobierno había sentado un antecedente y generó expectativas que llevaron a que los diversos grupos consideraran que podrían obtener más si se dedicaban a la extorsión a través de movilizaciones similares.
Pero la discusión no debe girar en torno a quién tiene la culpa o si las causas de las movilizaciones son comprensibles o no. El punto está en la forma como se abordan los problemas.
El que cada grupo decida acudir al Estado para enfrentar sus dificultades no solo refleja una visión claramente estatista, sino que abre las puertas a la insatisfacción constante como resultado de un predominio de la injusticia.
La visión es estatista porque muchos de los problemas – reales o manipulados – esgrimidos por los manifestantes seguramente no solo no son resultado de la acción estatal sino que es muy difícil que el gobierno, por muy bienintencionados que sean los políticos y los burócratas, pueda resolverlos.
Ahí está el caso de, por ejemplo, las exportaciones. La dinámica del comercio exterior de un país, aunque tenga algunas explicaciones domésticas, depende mucho más del contexto internacional. Si disminuyen las ventas al exterior, es muy posible que el gobierno no tenga mucho que ver con eso y, lo más importante, es casi seguro que nada pueda hacer.
Lo mismo sucede con el caso de las innovaciones. Así el gobierno se empeñe en mantener los privilegios y monopolios que han disfrutado hasta hoy algunos sectores como el de los taxistas o los de la hotelería tradicional, no es culpa del gobierno que existan nuevas alternativas, ni podrá éste frenar la innovación. Si llegasen a acabar con Uber o a Airbnb, seguramente surgirían otras opciones.
¡Pero claro que el gobierno puede hacer algo! ¡Pero claro que debería hacerlo! ¡Claro que tiene la culpa! ¿Acaso no debería cerrar más el comercio exterior? ¿Acaso no debería dar ayudas en los momentos de crisis económica? ¿No debería prohibir las innovaciones y, además, perseguir a quiénes no cumplan las prohibiciones?
Estos últimos planteamientos configuran la injusticia. No solo es injusto que las decisiones las tome el Estado para beneficiar a algunos grupos a costa de todos los ciudadanos. Tampoco resulta siendo justo para los mismos que supuestamente son los beneficiados.
En el primer caso, es injusto que el gobierno, para mantener los privilegios de los taxistas o de los productores agrícolas, nos obligue a los demás a comprarles o pagarles, incluso si no queremos o si nos sale más costoso hacerlo.
En el segundo caso, es injusto desde un punto de vista subjetivo: si el gobierno pudo ayudar, proteger o crear privilegios, ¿por qué no puede volver a hacerlo? ¿Por qué no puede dar más? ¿Por qué no hacerlo por siempre? Si se dieron subsidios por un peso, ¿por qué no dar dos? Resulta, desde la percepción de los beneficiados, injusto. Siempre habrá justificación para exigir más. Nunca será suficiente.
Muchos consideran que defender un pensamiento liberal es, automáticamente, “odiar” al Estado. Es creer que éste no debe existir. Típico ejemplo de la visión binaria, superficial, de los estatistas.
Pero fuera de algunos que sí defienden la desaparición del Estado, los demás argumentos, en últimas, son una defensa del Estado mismo. Creer, como hacen sus seguidores, que esta organización puede – y debe – encargarse de cumplir todos los deseos de los ciudadanos, no solo lleva a entronizar las visiones estatistas y corporativistas. Lo más grave es que afecta al Estado mismo: expectativas que no puede cumplir solo deslegitiman su mera existencia y lo que en realidad debería estar haciendo. La extorsión constante de los múltiples grupos en Colombia así lo demuestran.