Tal vez una de las afirmaciones más contundentes, desesperanzadoras y aún así ciertas de las muchas escritas por autores defensores de la libertad es la de Lord Acton en su obra Historia de la libertad
[…] At all times sincere friends of freedom have been rare, and its triumphs have been due to minorities, that have prevailed by associating themselves with auxiliaries whose objects often differed from their own; and this association, which is always dangerous, has been sometimes disastrous, by giving to opponents just grounds of opposition, and by kindling dispute over the spoils in the hour of success.
[…] En todos los tiempos, los amigos sinceros de la libertad han sido excepcionales. Los triunfos de la libertad se deben a minorías que han salido adelante al aliarse con grupos cuyos objetivos frecuentemente eran diferentes a los suyos. Esta asociación, la cual siempre es peligrosa, ha sido ocasionalmente desastrosa porque les da a los contrincantes una justa causa en su oposición. También ha generado disputas acerca del botín a la hora del éxito.
Lo que sucedió la semana pasada en Colombia es evidencia de esto.
La causa: la actual ministra de educación, Gina Parody, creyó que podía acabar la discriminación por orientación sexual en los colegios por medio de unas cartillas.
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El resultado: un escándalo creciente, no solo porque la ministra intentó evadir el tema con información inexacta o abiertamente falsa, sino por el contenido de las cartillas. Esto generó protestas organizadas por líderes políticos, algunas iglesias y padres de familia.
Los enfrentados: de un lado, grupos e individuos conservadores. Del otro, los activistas de la causa de lo que se ha denominado “la comunidad LGBTI” (así de colectivista es la cosa).
En lo anterior es evidente que, en últimas, de lo que se trata es de defender o avanzar algunas libertades. No obstante, la libertad es lo que menos les importa a los involucrados. Del estado ni hablar: su objetivo no es casi nunca avanzar la libertad sino eliminarla.
Los activistas LGBTI han sido centrales en el avance de unos derechos que los individuos poseen no por identificarse con alguna de esas iniciales, sino por ser seres humanos. En consecuencia, estos grupos han dado una dura pelea en contra de lo que los estados, de manera injustificada, les han arrebatado.
Por su parte, los grupos e individuos conservadores reaccionaron porque vieron en peligro su derecho de pensar como piensan y de transmitírselo a sus hijos, si así lo desean.
No obstante, para ninguno de ellos la libertad es lo que realmente importa. Para los primeros, el tema es avanzar sus derechos como si fueran excluyentes frente a los de los demás. Para los segundos, se trata de defender valores tradicionales. En los dos casos no hay lugar a la inclusión. Solo a la exclusión y al rechazo.
Por eso, la semana pasada, aunque sea esencial defender su derecho a pensar como ellos quieran (así estén equivocados, como lo están), en las marchas en contra de las cartillas hubo menos interés por la libertad de pensamiento que por una demostración, absurda, imposible y vacía, sobre la supuesta perversión de la homosexualidad o de su relación con una supuesta degradación de la sociedad.
Es más, los grupos conservadores, ocultando sus verdaderas intenciones y emulando, fíjese usted, las prácticas engañosas de la ministra Parody, no reivindicaron su derecho a discriminar. De eso no hablaron. Eso no lo mencionaron. De hecho, en algunas entrevistas, fueron enfáticos en rechazarlo.
¡Pero no! Por ahí hubieran comenzado. Claro que existe el derecho a discriminar; el derecho a hacer el mal. La sanción debe ser social y moral, no legal o estatal.
En esto último es, precisamente, en lo que se equivocan los activistas de la causa LGBTI. ¿Es indeseable que los niños sean discriminados en el colegio? Claro que sí. ¿Es censurable que los padres les enseñen a odiar a personas que son diferentes? Es innegable. ¿Quisiéramos que esas prácticas se acabaran? No hay duda de ello.
Pero el fin de esas prácticas no se dará porque el ministerio de educación se lo indique a los colegios como tampoco porque esto se incluya en los manuales de convivencia.
Esas prácticas solo se disminuyen cuando existe una sanción moral. Y eso toma tiempo. Y no se puede planear, ni obligar. Al hacer esto último, el resultado puede ser contraproducente: la semana pasada fueron marchas con mensajes ofensivos; en el futuro pueden ser ataques directos, masivos, contra personas diferentes.
El problema está en la visión excluyente que tienen las partes en conflicto. Por eso la animosidad. Ninguna quiere reconocer que la vida en sociedad no pasa por la utilización de los mecanismos estatales para la imposición de sus conceptos de sociedades ideales: ni una marcada por el respeto a la diferencia ni una en la que los valores conservadores primen.
Hasta que no haya una aceptación de esta realidad, el conflicto y hasta la violencia seguirán apareciendo. El respeto y la libertad parten, ineludiblemente, de aceptar precisamente lo que no me gusta o con lo que no estoy de acuerdo. El cambio se puede dar con argumentos, nunca con la fuerza del Estado.
De lo contrario seguiremos avanzando, a veces, causas liberales apoyados, siempre, en alianzas peligrosas.