Los sucesos de los días recientes en Zimbabwe dejan varios elementos que deben tenerse en cuenta a la hora de analizar otras dictaduras, incluida la venezolana.
La buena noticia: algún día caen. Ninguno de esos regímenes – el de dictaduras o el totalitarismo al estilo de Unión Soviética – logran sobrevivir por siempre. Esto se debe a muchas razones. Primero, porque acaban con la economía y, por lo tanto, con cualquier posibilidad de mejora de la calidad de vida. Segundo, porque se mantienen en el poder, abusando de los derechos de cada vez más personas y grupos de personas. Esto los aísla de manera incremental con el paso del tiempo. Tercero, porque – y esto es un tema apasionante que habría que estudiar de manera juiciosa – el ser humano desprecia, hay que decirlo, la libertad, pero cuando la pierde no tolera por mucho tiempo los efectos de esa situación ni la sensación de ello. Cuarto, podría pensarse que la renovación en el poder y la aplicación de diversos programas para solucionar problemas similares oxigenan la legitimidad y, por lo tanto, la supervivencia del Estado y el régimen que éste defienda.
El punto es que una dictadura, por más que se atornille en el poder, permanecerá por siempre. La venezolana también caerá. Pero el caso de Zimbabwe también muestra otras características no tan optimistas.
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No sabemos cuándo.
No podemos anticipar cuándo se dará la caída. Robert Mugabe está en el poder desde hace casi cuarenta años. A pesar de las muertes por él ordenadas, de la persecución, de la eliminación de libertades, de la hiperinflación, de la escasez, de la pobreza y demás, se mantuvo en el poder por casi cuatro décadas. Nunca podemos anticipar, predecir, cuándo caerá un régimen como ese. Lo peor de todo es que pareciera que ante las situaciones críticas que los debilitan es cuando más violentos se vuelven en contra de su propia población y peores decisiones toman. Así, en muchos de esos casos, salen más atornillados en el poder.
Dos cosas para resaltar. De un lado, nunca se puede hablar de fortaleza de esos regímenes: su accionar debe entenderse desde su infinita debilidad (en ideas, en legitimidad, en moralidad, en efectividad). La debilidad es lo que los hace actuar de manera agresiva constantemente: por esos buscan enemigos, internos y externos, reales, potenciales e inventados. Del otro, esto es lo que ha mostrado la dictadura venezolana: a pesar de lo grave de la situación, logran mantener el poder, a cualquier costo.
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Incluso al final, se aferran al poder.
El costo del poder no les importa. Los líderes de estos regímenes – y sus seguidores – son mesiánicos, alejados de la realidad, megalómanos. Nadie sin sufrir de estas patologías puede creer que repitiendo las mismas ideas que han fracasado en todo momento y lugar. Solo personas así pueden creer que ellos sí son los elegidos, los que lograrán desarrollar la utopía en la tierra.
Pero personas así no solo se consideran salvadoras. También consideran que deben disfrutar de los beneficios que su inmensa generosidad (porque supuestamente solo piensan en los demás) les generan. Por ello, ven los recursos estatales como propios, para ellos, sus familias y amigos. Por ello, ni se inmutan al caer en contradicciones como criticar el capitalismo, mientras usan las marcas más famosas o costosas, o de odiar a “occidente” y tener apartamentos o pasar sus vacaciones en París y Nueva York.
El problema es que las anteriores pasan, necesariamente, por tener el control del poder. Por ello, lo único que importa es tenerlo. Y cuando se ha alcanzado, no se puede pensar en soltarlo. Se aferran, como bestias a su presa. Incluso hoy, Mugabe afirma que no renunciará. Esto es lo que ha hecho el régimen, primero de Chávez, hoy de Maduro.
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Los costos sin inmensos.
Lamentable es que, mientras tanto, la sociedad asume los inmensos costos de estos abusos de poder. La pobreza, el hambre, la pérdida de calidad de vida, la destrucción de la infraestructura, el aislamiento internacional, son algunos costos materiales.
Pero también los hay de otros tipos: los miles de personas que huyen de su país porque son perseguidas o porque allí no pueden trabajar por sus sueños. Los más jóvenes son, las más de las veces, los que primero se van. Esto es muy costoso, no solo por pérdidas materiales sino por el sufrimiento que la distancia y la ruptura generan en los que se ven y en las familias que se quedan.
De igual manera, estos regímenes acaban con las relaciones sociales mismas. Estos regímenes tienen la retórica de la solidaridad y el pensar en el otro, pero acaban con la confianza entre individuos, con la posibilidad de compartir y de establecer vínculos entre personas. ¿Cómo confiar en otro si ese otro puede ser un informante del gobierno? ¿Cómo compartir si hay hambre como resultado de la escasez? Todo se convierte en un juego de suma cero.
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Nunca sabremos qué viene después.
Así como no podemos predecir cuándo caerá el régimen, tampoco podemos anticipar que vendrá después. Es cierto, las personas se cansan de los excesos, pero puede que no valoren la democracia o la libertad. Puede que no existan líderes que, desde otra forma de entender la sociedad, puedan asumir el poder político. Puede que las instituciones que permiten la violación de derechos, los abusos del Estado y el robo de la propiedad individual sean tan fuertes que no sean eliminadas.
Esto es lo que pasó en Rusia. Terminó la Unión Soviética, pero muy pronto retornaron a un régimen basado en el poder del Estado, sus excesos y abusos, y la ausencia de libertades individuales. Los resultados no están pre-determinados: depende de las decisiones que toman los individuos y éstas están basadas en lo que esos individuos creen, saben, conocen y consideran bueno o malo.
Es lamentable el camino por el que se fue Venezuela desde hace tantos años. Ojalá, por acción de sus ciudadanos, sus ideas y decisiones, no tome tanto tiempo, ni que sea tan difícil convertirse en una sociedad de libertad.