La semana pasada, Donald Trump avanzó en el cumplimiento de sus promesas de campaña. Impuso nuevas medidas proteccionistas en contra de la importación de acero y aluminio. Su decisión generó reacciones negativas de la Unión Europea, de China y de Japón, entre otros.
A veces, ante cada paso de este gobierno, desearía uno que éste fuera liderado por un político. No como cualquier otro. Simplemente, que fuera un político. Así, sabría uno que muchas de sus promesas, no tenía la intención de llevarlas a cabo. Pero no: las está cumpliendo, con todo lo que eso puede costar para el futuro de Estados Unidos y los problemas que puede desencadenar en el plano internacional.
Definitivamente, hay que tener cuidado con lo que se desea: los principales desastres en la historia de la humanidad han sido adelantados por personas que, en momentos de crisis, se presentaron como anti-políticos, como outsiders, o como renovadores de la forma de hacer política.
No es que todos los que así se presenten sean una amenaza, pero sí pareciera que los políticos de oficio saben que existen unos límites que, a pesar de sus errores, su incapacidad, su vanidad, su arrogancia y su obsesión por meter más al Estado en nuestras vidas, no deben cruzar.
Tal vez la principal razón por la que Trump es una grave amenaza para la libertad es que, sorprendentemente, muchos de sus seguidores son también convencidos liberales. Es decir, quiénes más vigilantes están ante los posibles abusos o excesos del poder en cualquier parte del mundo han bajado la guardia en este caso.
La confusión se puede deber a múltiples causas
Primero, la retórica trumpista es una mezcla de aparente desestatización con mucho de capitalismo de Estado. En la primera categoría, se encuentra la intención de la actual Casa Blanca de reducir las regulaciones y de disminuir los impuestos a las empresas e individuos.
Lo de las regulaciones, es fácil decirlo. Pero no hacerlo. De hecho, cuando se mira cuál es el estado del cumplimiento, las cosas no son tan claras: no se sabe cuántas regulaciones ha eliminado realmente el actual gobierno ni cuál ha sido el impacto de esa supuesta reducción regulatoria.
Es más, puede que se afirme la eliminación de una reducción, pero no por ello se eliminan los trámites burocráticos que ésta había impuesto. Así las cosas, muchos están defendiendo la retórica más que los hechos, la evidencia. Muy poca transparencia hay en este caso.
Algo peor sucede del lado de la reducción impositiva. Podemos estar de acuerdo, en principio: siempre está bien, en todo lugar y por cualquier razón, como aparentemente dijo Milton Friedman, reducir impuestos. No obstante, hay que tener en cuenta toda la película. No solo una parte. De poco sirve reducir impuestos si se mantiene el mismo nivel de gasto público o si éste se incrementa. No hay que olvidar que el problema de la acción estatal es que ese gasto debe ser financiado, si no vía tributaria, con deuda pública. Algún día tendrá que pagarse.
En alguna parte vi que la lógica de reducción de impuestos sin una reducción (proporcional) en gastos se debe a que, se espera, que las empresas y personas tengan más recursos. Así, habrá más inversión y las personas gastarán más. De esta manera, se incrementará el recaudo. No obstante, estas aseveraciones se basan en hipotéticos. Uno no puede asumir resultados futuros de decisiones actuales, en particular, cuando solo se incluye una variable.
Además, incluso si esto sucediera, no se está solucionando el problema: la crítica a los impuestos se hace por principio de libertad. El Estado no tiene por qué comprometer mis ingresos futuros por su compulsión de despilfarro. No se trata de que me “dé” más recursos hoy, sino que no tiene por qué gastar más tampoco.
Ahora, si las personas acuerdan que quieren ciertos servicios prestados por el Estado, lo más normal es que tengan que pagar por ellos. Recuérdese que este intercambio de valor por valor es el sustento de la posición frente a los tributos de autores como Frédéric Bastiat.
Dejar de lado toda la complejidad de la discusión, para defender la bajada de impuestos de Trump, es caer en el más rancio keynesianismo. Tal vez, el aforismo atribuido a Friedman refleja también como sabemos, que éste se sentía más bien cómodo con los planteamientos keynesianos. Como mostraron J. Buchanan y R. Wagner en Democracia en Déficit, proponer reducción de impuestos en un contexto de mantenimiento —o de incremento— del gasto es un legado de J.M. Keynes y, por lo tanto, es una defensa del Estado grande e intervencionista. Una vez más, nos hemos quedado en la retórica y poca reflexión se ha hecho.
Sobre el capitalismo de Estado, no falta sino ver lo que piensa Trump del papel del gobierno en una economía. Este presidente cree fervientemente en la economía como base del poder, noción absolutamente estatista. Además, en su vida como empresario siempre demostró su interés por estar cercano a las fuentes del poder. Trump hubiera sido el empresario no empresario, ese que quiere tener éxito a costa del mercado y no en el mercado, de cualquier novela de Ayn Rand.
El poco (o mucho, no lo sé) apoyo que le queda a Trump dentro de los defensores de la libertad se puede deber a otros problemas de análisis. El primero es que tendemos a ser muy entusiastas con los resultados de corto plazo. Como la economía de Estados Unidos ha crecido y está mostrando buenos resultados, asumimos que eso se le debe atribuir a las decisiones del gobernante de turno.
Pero eso es un error en la comprensión de cómo funciona la economía. ¡No podemos caer en los mismos espejismos de los estatistas! Si algo tenemos los liberales es que comprendemos un poco más la complejidad, desorden y descontrol de eso que llamamos mercado. No lo reducimos a decisiones de tomadores de decisiones, por más sabios o benevolentes que nos parezcan.
Algo preocupante es que dentro de los mismos liberales parece estarse dando una jerarquía de libertades que se deben defender. Si bien sabemos que las libertades económicas son la base de las demás, lo que podemos estar presenciando es una jerarquía dentro de esas libertades.
Parece ser que algunos piensan que el libre comercio es menos importante que la reducción de unas regulaciones. Esto se puede deber a que piensan en los resultados económicos de corto plazo y no en la implicaciones generales y futuras (lo que no se ve) de sacrificar lo uno por lo otro. Esto no es sino una actitud utilitarista al mejor estilo de Bentham y su sujeción de la libertad, siempre que convenga, a fines que arbitrariamente se consideran superiores. Cero principios.
Otro elemento (y el último que presentaré en esta ocasión) que se ha dejado de lado para abordar la cuestión Trump es el de los fenómenos que pueden desencadenar sus decisiones. Si hoy Estados Unidos abandona su apoyo al libre comercio, ¿cómo podemos saber que los demás países no lo harán? ¿Cómo podrá detenerse una oleada de proteccionismo? ¿A qué costo para el mundo?
Ya es necesario reconocer que Trump es una amenaza a la libertad. No debe haber puntos intermedios. La defensa de la libertad es una cuestión de principios, no instrumental o utilitaria. Los liberales no podemos pasar desapercibidos. Tenemos que recuperar, ante este fenómeno que muchos confundieron (equivocadamente) como posible estandarte del liberalismo en el mundo, la capacidad de crítica y la vocería en contra del poder, no importa quién sea el que lo detente.
Sobre las diversas dimensiones en las que este gobierno es una amenaza a la libertad volveré en una próxima oportunidad.