La campaña electoral en Colombia nos ha absorbido todo el año. Tengo un extenso listado de temas adicionales sobre los cuales escribir, pero los he dejado en espera porque siempre surge algún tema relacionado con las elecciones que no se puede dejar pasar.
Así sucede en muchos otros espacios: las redes están plagadas de discusiones – muy acaloradas – sobre los candidatos. La gente afirma estar cansado. Ya queremos conocer los resultados.
Lo bueno es que ya quedan pocos días. La mala noticia es que lo más seguro es que el descanso no llegue como muchos esperan. No necesariamente llegará porque la situación de polarización está tan acentuada que, sin importar quién llegue al poder, lo más seguro es que tendrá a la mitad del país en su contra. La polarización y los sentimientos negativos en contra de quién piensa diferente no merman en un día.
Reversar los efectos de tanto insulto, de la conversión de personas en “opositores” (y, por lo tanto, en brutos, ignorantes, males, asesinos, delincuentes y demás adjetivos que suelen usarse en los tan argumentados debates políticos colombianos) toma su tiempo.
Y, sin embargo, esta situación puede no ser lo peor que nos legará el ejercicio de 2018 en Colombia.
Si llega la opción de izquierda radical, encarnada por el candidato Gustavo Petro, lo más seguro es que lo de menos será su preocupante listado de promesas que solo pueden generar un Estado gigantesco y una consecuente limitación de la acción individual, en todas las dimensiones.
Se equivocan quienes consideran que solo serán limitaciones en el ámbito económico. En general, las restricciones en este ámbito se convierten, eventualmente, en los demás. No hay sino mirar el orden de las limitaciones a la libertad de expresión, la persecución a la prensa, a la oposición, las restricciones a grupos minoritarios y demás violaciones en aquéllos sistemas que comenzaron con aparentemente inofensivas restricciones a las libertades económicas.
No obstante, ese crecimiento del Estado no es perceptible inmediatamente, así como sus negativos efectos sociales. En muchos casos, lo que es peor, las medidas pueden generar una ilusión de crecimiento económico o de mejora del bienestar de algunos grupos sociales.
No obstante, estos efectos nunca serán ni de largo plazo (no son sostenibles en el tiempo), ni generales (para todos). Lo que sí es sostenible y general es la ilusión que fomentan. Siempre habrá un futuro mejor. Siempre, entre más se espere, más se sacrifique, se alcanzará la meta. Siempre podrán justificarse los fracasos como generados por factores externos.
Esto puede tener un impacto de perpetuación del equivocado modelo que propone Petro en Colombia. Puede ser por una ruptura a la democracia y la toma de poder directamente por Petro o por una seguidilla de gobiernos que compartan su misma visión. Esto último sucedió en Bogotá y aún sufrimos las consecuencias.
De un lado, una crisis en todas las dimensiones: seguridad, movilidad, infraestructura, polución y hasta creación de riqueza (idea que tendría que puntualizar en futuras columnas). Del otro, debido a la profundidad de la crisis, el único gobierno elegido que no forma parte del modelo de izquierda populista, el actual de Enrique Peñalosa, al ser imposible solucionar todos los problemas acumulados, en la actualidad ha llevado a los electores a considerar nuevamente la posibilidad de elegir la opción que nos llevó al caos actual.
Llevamos más de una década en un ciclo perverso de decisiones equivocadas y justificaciones que solo perpetúan a los representantes de esas decisiones equivocadas. Lo mismo puede suceder a nivel nacional.
Por su parte, si llega al poder la opción de Iván Duque, relacionado con la derecha, el panorama no necesariamente se despeja. Primero, la capacidad de crear narrativas intuitivas y, por lo tanto, fácilmente convertibles en parte de la sabiduría convencional de la izquierda es incomparable.
Así, cualquier decisión que se tome va a verse eclipsada por feroces y constantes críticas de la izquierda, liderada por Gustavo Petro, pero también por otros representantes. Si a esto se le suma que en el debate público poco importa la evidencia y mucho la estética del discurso, la cosa se agrava, entre otras, porque muchas decisiones son difíciles de explicar porque sus efectos positivos son contraintuitivos.
Este fenómeno se agrava por varias características de la derecha colombiana. Primero, está más concentrada en los temas de valores, que en los de defensa de la libertad económica (características que comparte con la tendencia de la derecha de hoy en otras latitudes).
Segundo, está muy relacionada con los grupos generalmente asociados con los escándalos de corrupción, de violencia y de delincuencia (incluido el narcotráfico). Puede ser cierto que la izquierda también esté asociada con esos grupos, pero infortunadamente en este aspecto también han tenido éxito en su narrativa: hasta los más críticos consideran que la izquierda es menos corrupta que la derecha. Tercero, no está comprometida con cambios hacia una mayor libertad económica, sino con el mantenimiento de un statu quo que no puede ser considerado como algún tipo de capitalismo clientelista.
Estas características pueden llevar a que cada vez más ciudadanos se vean desilusionados por lo que consideran como un sistema injusto y que, en consecuencia, depositen sus expectativas de cambio – así sea de manera equivocada – en la opción estatista de la izquierda. Si esto sucede, solo estaríamos aplazando la llegada de esa opción un periodo presidencial.
En consecuencia, ya sea por las pasiones que nos deja esta campaña, por la retórica de izquierda o por la ineptitud e incapacidad comunicativa de la derecha, todo parece indicar que, a pesar del agotamiento por la hiper-politización de nuestra sociedad, esta tendencia parece que se acaba con las elecciones del próximo domingo.