El resultado principal de los comicios mexicanos – la elección de Andrés Manuel López Obrador – ha sido presentada, por sus seguidores, como una derrota a la clase política tradicional y por observadores menos entusiastas, como un rechazo de las mayorías a la corrupción.
En Colombia, muchos de los que votaron por la opción de Gustavo Petro (y a la que le dieron, al final, más de ocho millones de votos) lo hicieron bajo la misma lógica. Lo mismo puede decirse de muchos otros casos en el mundo, incluida la elección de Donald Trump en Estados Unidos.
De manera general, estos resultados se pueden entender como un desencanto de los ciudadanos frente a un sistema que consideran insostenible, injusto y abiertamente construido para perpetuar privilegios y una constante extracción de la riqueza de las mayorías en favor de unas élites con poder político.
No es un hecho coyuntural el que, ante situaciones que las mayorías perciben como críticas, éstas se decanten por opciones con al menos tres características. Primero, se presentan como ajenos a la política tradicional, como outsiders y enemigos del establecimiento. Esto funciona, incluso, para personas que, como Petro o AMLO, han sido políticos durante décadas.
Segundo, prometen erradicar las prácticas corruptas y trabajar en favor de los desposeídos. Tercero, en sus plataformas, no consideran lograr lo que prometen con una extensión de las libertades, sino al contrario, parecen considerar que son las libertades la causa de las injusticias, de la corrupción y de la expoliación.
No obstante, siempre que se ha intentado acabar la corrupción con líderes con estas – y otras– características, el resultado es peor: se cambian unos corruptos por otros, pero la corrupción se mantiene. Y no solo eso: debido a las restricciones a la libertad (que comienzan, casi siempre, por la dimensión económica), se generan otros efectos negativos como falta de crecimiento, de creación de riqueza, inmovilidad y una pérdida en el bienestar de los individuos.
Como si fuera poco, la desigualdad no solo no se reduce, sino que se vuelve insuperable al crearse una nueva clase con todo tipo de privilegios y el resto de ciudadanos a quiénes se les impide cualquier intento de superación.
Si antes sucedió, ¿a qué se debe que los ciudadanos sigan esperanzándose en las mismas opciones para superar los mismos problemas, obteniendo las mismas frustraciones?
Una explicación puede ser las deficiencias en la enseñanza de la historia. La mayoría de hechos se han presentado como desviaciones de individuos malvados, que engañaron a unos aparentemente ingenuos ciudadanos. En muy pocos relatos históricos se reivindica la importancia de las ideas en las que creen esos líderes y cómo ellas responden a lo que las mayorías creían.
Otra explicación puede ser la aportada por Daniel Kahneman: las personas tienden a sobrevalorar su capacidad de adelantar proyectos, ignorando – o despreciando – la evidencia en contra. Esto revela por qué, por ejemplo, aunque siempre fracasen los negocios en un local específico, las personas siguen alquilando ese mismo local para sus propios proyectos. Esto puede suceder en el plano social: a pesar de los fracasos de otras sociedades y en el pasado, las personas creen que es imposible que eso les suceda a ellas.
Esto podría magnificarse, además, porque las personas no pueden sentir algo que nunca han experimentado. Valorar la democracia, por ejemplo, podría ser resultado de haber vivido circunstancias en su ausencia. Contar con libertad se da por sentado, así como sus beneficios y las circunstancias que este hecho genera y que no son claramente perceptibles o rastreables, incluso explicables por lógicas y racionales relaciones de causalidad.
Pero puede existir una explicación que lleva a las demás. Las narrativas de fenómenos indeseables como la corrupción y la desigualdad tienden a sufrir de un exceso de simplismo paradójico. ¿Existe corrupción? Eso es culpa de algunos políticos. ¿Existe desigualdad? Eso es resultado de la acción simultánea de millones de individuos, denominada mercado.
Así, se usan explicaciones diferentes para fenómenos que tienen relación entre ellos. No obstante, el diagnóstico, aunque intuitivo, no es cierto. La corrupción, así como la desigualdad y otros fenómenos semejantes son resultado, no la causa, de contextos institucionales específicos de las sociedades. En éstos es central el papel y el grado de (de) limitación del Estado en relación con la iniciativa individual.
Entre más sean las atribuciones del primero, además de muchos otros resultados indeseables, podemos esperar más corrupción y una mayor y peor desigualdad (de esa que no puede superarse y que, por lo tanto, genera conflicto; no de la que estimula la acción y la competencia).
La mala noticia es que, si bien el contexto institucional es dinámico; la mayoría de sus cambios no se dan de manera deliberada y/o a través de medidas intuitivas. Para eliminar la corrupción no es suficiente – ni muchas veces necesario – que un dirigente quiera luchar en contra de ella ni que, para hacerlo, cree un Estatuto Anticorrupción. Las más de las veces, estas medidas o son meros saludos a la bandera o resultan estimulando – legitimando, incluso – las prácticas que intentaba reducir.
Sin embargo, como se ha creído que las cosas están – siempre – empeorando, que fenómenos indeseables, como la corrupción, son resultado de personas inescrupulosas, y que los cambios sociales se deben a la decisión intencional de héroes específicos a los que investimos con todos los poderes, se seguirán cometiendo errores a la hora de elegir.
Con lo anterior, no pretendo afirmar que Trump o que AMLO van a empeorar necesariamente las cosas en sus países. La historia no está pre-determinada y la incertidumbre sobre el efecto de sus acciones es tan alta que es muy atrevido predecir algo.
Sin embargo, lo que sí es claro es que quiénes los eligieron aduciendo estar luchando en contra de la corrupción y que pretenden que las cosas cambien en sus países después de ellos, se llevarán una gran desilusión cuando se den cuenta que para reducir la corrupción se requiere más que un superhombre (algo que, por cierto, no existe).