Otra oportunidad de debatir sobre el tipo de Estado que se ha creado en Colombia y sus implicaciones lógicas se está perdiendo.
Desde hace algunas semanas, la oposición al actual gobierno se concentró en un caso que involucra al actual ministro de hacienda, Alberto Carrasquilla, y que desencadenó, en el momento de escribir estas líneas, un debate de control político en el Congreso.
De manera muy general, el caso consiste en que el actual ministro cuando ocupó el mismo cargo en el pasado participó en un proceso de cambio legislativo que abría la posibilidad de que los municipios colombianos financiara obras de infraestructura, a través de la emisión de bonos.
Después de abandonar el cargo, Carrasquilla cofundó una compañía que asesoró a más de cien municipios en la emisión de esos bonos. Por ello, claramente, generó ganancias. Mientras tanto, la mayoría de los entes territoriales se quedó con la deuda, pero sin la construcción de obras.
La oposición encontró el caso como una oportunidad de oro para dos fines. De un lado, para sacar del cargo a una persona con la que no están de acuerdo por sus posiciones “neoliberales”: plantear la necesidad de una reforma tributaria, por ejemplo. Del otro, debilitar al nuevo gobierno y así perpetuar la sensación de inestabilidad, caos y crisis que, seguramente en su lógica, les permitirá presentarse como salvadores y, así, podrán llegar al poder.
Tal vez por estas razones, el debate se ha mantenido en cuestiones superficiales, equivocaciones y/o de difícil demostración, pero irrelevantes para el caso. En un principio, se intentó plantear el asunto como un tema de corrupción o de comisión de un delito. Muy rápidamente esta aproximación fue abandonada porque no existe ninguna forma de presentarlo como tal.
Lo único que podría haber demostrado esta estrategia de ataque era que, en Colombia, el debate político, la oposición de ideas, se soluciona no con argumentos, sino convirtiendo al contrario en delincuente (lo que, hay que reconocerlo, de todas maneras, es un avance frente al pasado en el que la oposición de ideas se buscaba solucionar con la muerte física del contender ideológico).
Desechada esa estrategia, se pasó a la de las intenciones y la moral, mezcladas con algo de teoría de la conspiración. En el fondo, se ha presentado el caso como que el ministro buscó enriquecerse (intención) y que, para ello, manipuló a todos los involucrados en la operación, incluidos el congreso para aprobar las reformas, al gobierno de entonces, a los emisores de los bonos y hasta a los mandatarios de los municipios con el fin de pasar la que sería la forma de lograr su cometido (teoría de la conspiración). Por esa vía, no solo no le dolió, sino que buscó que los municipios perdieran la plata, se quebraran y quedarán más pobres que antes (moralidad).
En esta estrategia se ha visto de todo: que cuánto se embolsilló el ministro, que las tasas de descuento de los bonos fueron de usura, que los más afectados son a su vez los municipios más pobres…en fin. Es evidente que estos argumentos son débiles: cuánto ganó es secundario; las tasas de descuento no las fija el ministro sino que están determinadas por el contexto (temporal, geográfico) del mercado; es comprensible que los municipios más pobres hayan sido los más afectados porque es de esperar que sean los que menos acceso a recursos tengan.
Además, puede afirmarse (aunque tendría que demostrarse) que estos mismos municipios son tan pobres por problemas institucionales y que una expresión de esos problemas es la corrupción, variable que está ausente en la discusión de por qué se perdió la plata y no funcionó la financiación para construir lo que se buscaba construir.
En el proceso político se ha perdido de lado la que debería ser la fuente de la discusión: esa relación tan perversa entre funcionarios (que primero deciden) y que luego se benefician de lo que sea que hayan elegido. Esta es una expresión más de la existencia del Estado-botín, con algo de extracción de rentas por medio de la creación de privilegios y mucho de capitalismo clientelista.
Y la discusión no es ética, ni moral. Lo que hizo Carrasquilla no se soluciona por medio de sanción moral, sino con un reconocimiento (es decir, un debate-diagnóstico) de qué tipo de Estado tenemos en Colombia, cuál es su filosofía y qué incentivos genera. La cosa es más compleja de lo que parece: ¿quién más sabe de los cambios legislativos que se suceden casi todos los días en el país y que conocen las oportunidades “empresariales” (a lo Kirzner) que resultan de esos cambios que quiénes tomaron las decisiones en primer lugar? ¿Quién está más capacitado para lidiar con todas las trabas – y oportunidades – que crean constantemente las políticas públicas que los que fueron funcionarios?
En quién creen más los individuos: ¿en una persona que se ha dedicado a estudiar un tema o a en una persona que trabajó sobre el tema en un ministerio o, mejor, que fue ministro?
La cuestión que debería tenernos debatiendo es si éste es el tipo de Estado que queremos perpetuar o si es posible, necesario y deseable cambiarlo. Si un Estado-botín, junto con un capitalismo clientelista es lo mejor que podemos tener desde un punto de vista institucional.
El problema es que esta discusión no les interesa darla ni a los mismos opositores al actual gobierno. Ellos están esperando su cuarto de hora, no para hacer las cosas de manera diferente, sino para aprovechar qué pueden extraer y a quién pueden privilegiar/beneficiar en el proceso.