Michel de Montaigne (1533-1592), que concibió el ensayo como género literario, fue uno de los más eruditos y escépticos filósofos humanistas del siglo XVI. Personificó el espíritu del Renacimiento francés de abrazar dudas sin reservas. Admirado como estadista y autor de tres libros de Ensayos, acuñó el slogan “¿qué sé?”.
Montaigne tuvo influencia directa en pensadores occidentales como Francis Bacon, René Descartes, Blas Pascal, Jean-Jaques Rousseau, y muchos otros.
Pero quizás su más diseminada y tóxica influencia ha sido lo que el economista de la escuela austríaca Ludwig von Mises llamó el “dogma de Montaigne”. En un breve capítulo de sus Ensayos, Montaigne señala que “solamente es posible lograr algún beneficio a expensas de otros”. O como algunos lo interpretan, “la pobreza de los pobres se debe a la riqueza de los ricos”.
Montaigne aplicó ese mismo criterio al comercio entre naciones. Este concepto erróneo de que la ganancia de algunos debe ser la pérdida de otros ha venido a conocerse como el dogma de Montaigne. Es un criterio que, aunque es demostrablemente falso, continúa encontrando camino en el discurso político y la legislación.
A primera vista la proposición de que la ganancia de alguien debe ser la pérdida de otros parece en línea con nuestra experiencia diaria. En deportes, cuando un equipo gana el contrincante pierde; igualmente en campañas políticas, conflictos militares, casos judiciales y muchas otras instancias. Son ejemplos de juegos de suma-cero donde, ciertamente, la ganancia de uno tiene que ser la pérdida de otro.
Pero en esos ejemplos estamos considerando evaluaciones de eventos ex post, es decir, después del hecho. Antes de los eventos (ex ante) todos los participantes en esos ejemplos esperan ganar. En intercambios voluntarios, ambos, comprador y vendedor, creen que la transacción es en su mejor interés. O sea, esperar ganar, o desde el primer momento rechazarían la transacción. En un mercado libre la ganancia no se logra creando estrés a otros, sino aliviándoles ese estrés con productos y servicios.
Si usted compró este periódico a un dólar, usted y el vendedor se beneficiaron del intercambio voluntario. Esto se debe a que usted y el vendedor evaluaron los bienes diferentemente; el vendedor prefirió su dólar, y usted prefirió el periódico. En lenguaje técnico de la teoría de juegos este intercambio resulta en una suma-positiva más que una suma-cero o suma-negativa.
Los economistas dependen extensamente del estudio de acciones humanas (praxeología) en sus teorías económicas. La praxeología se basa en que nos involucramos en comportamientos con un propósito, más que como actos reflejos como estornudar. De nuestro comportamiento con propósito, el economista puede desarrollar un entendimiento de la conducta humana. Nuestro comportamiento intencional expresa nuestras preferencias.
El dogma de Montaigne no reconoce que la pobreza es el resultado de no producir riqueza. O como ha dicho el economista Peter Bauer, “la pobreza no tiene causas. La riqueza las tiene”. Pobreza es lo que resulta cuando no generamos riqueza. Durante la mayoría de la historia humana la pobreza ha sido la norma. Es solamente en los últimos siglos que hemos aprendido a crear riqueza. El saber crear riquezas es lo que nos ha permitido progresar reduciendo la pobreza mundialmente.
Una representación gráfica de este fenómeno muestra una línea horizontal ininterrumpida de pobreza humana por 1800 años. Solamente en los últimos tres siglos vemos un incremento casi vertical de la riqueza (véanse por ejemplo las representaciones gráficas del economista Max Roser en el sitio “Nuestro mundo en datos”). Dado que la pobreza es la condición natural, entonces hay que producir riqueza para mitigar la pobreza.
El erróneo dogma de Montaigne ha desviado la atención de gobiernos hacia inefectivas “guerras contra la pobreza” y políticas de redistribución de riquezas más que a estrategias para promover adquisición de riquezas. La pobreza puede reducirse con políticas que estimulen productividad y beneficios. Lamentablemente, todos los esquemas regulatorios e impositivos demonizan los beneficios y se diseñan para hacer precisamente lo contrario.
Si las naciones desean reducir pobreza, deben abandonar el dañino dogma de Montaigne y abrazar apasionadamente la libertad de los ciudadanos para crear y mantener riquezas.