En estos días los medios de comunicación estamos experimentando (sin distingo alguno) un fenómeno común en estas fechas: nuestros lectores, seguidores y espectadores deciden darse un respiro de los contenidos que durante el año les ofrecemos con el fin de pasar las fiestas con la mente puesta en menesteres más placenteros.
Los periodistas quedamos en un breve limbo del cual solo nos sacará el tiempo, pues las noticias no se detienen y nuestras mentes tampoco. Tenemos mucho que decir, pero también queremos permitirnos una “Feliz Navidad” que parece incompatible con la fuente que cubrimos.
Mientras mis amigos venezolanos en el exilio lamentan no poder pasar estos días en su tierra y con los suyos, desde Caracas nos llegan imágenes de la más extraña normalidad navideña. Kilómetros iluminados con luces y miles de personas disfrutando del panorama nocturno.
Reconozco que el espectáculo visual es hermoso, pero esas imágenes que llegan a mi teléfono llegan también a las de mis amigos y familiares no venezolanos, que con frecuencia me comentarán: “mirá qué bonito. Se ve que la situación ha mejorado”. Ese comentario equivale a una bofetada para mí y una puñalada para los zulianos.
En febrero jamás imaginé que Maduro pasaría otra Navidad en Miraflores. Hoy esa realidad se ve acompañada por una normalidad que vi con mis ojos cuando estuve en Caracas hace un mes. Lamento en el fondo de mi alma que Maduro siga ahí, reforzando su poder sobre el sufrimiento de quienes padecen los males del socialismo en el interior del país.
No puedo culpar a los caraqueños (o a quienes desde la provincia se han mudado a la capital), pues después de un año de tantas decepciones y adversidades lo mínimo que merecen es una Navidad colmada de belleza. Solo escribo esto para que esos que me leen en condiciones menos familiares sepan que pienso en ellos, que los recuerdo en mis oraciones y anhelo que esto cambie pronto.
Otro síntoma de esta infamia son las cenas por WhatsApp entre esos a quienes este régimen se propuso separar. A punta de crueldad se encargaron de que los más audaces tuviesen que huir para preservar su integridad. Así se aseguraron de purgar al país de quienes amenazaban la estabilidad de sus negocios espurios.
Todavía quedan muchos valientes, pero parecen aguardar por un nuevo momento para alzarse con heroísmo.
Me duele mucho la historia de una querida amiga que se ha resignado a ver en una pantalla la mirada melancólica de su madre, a quien hoy percibe distante. Tantos momentos perdidos en este año. Tantos abrazos pendientes. Tanta vida vivida lejos una de otra.
¡Cuánta injusticia! Maldito chavismo. Maldito castrismo. Maldito orteguismo. Malditas sean las dictaduras y su afán por separar a los inocentes de su familia y de su tierra.
No importa de cuántas luces, nacimientos o duendes se rodee Maduro. La sangre que cae de sus manos es tanta que el Cristo que nace este 25 de diciembre algún día lo hará pagar por todo el sufrimiento causado.
Hace un año viajé a Venezuela. Pasé el Año Nuevo lejos de los míos porque así lo decidí. Quise entender la realidad de los venezolanos viviéndola en carne propia. Este año estoy con los míos de nuevo, deseando que los amigos que Venezuela me regaló durante este 2019 puedan tener el mismo privilegio en 2020.
Espero que estas líneas sean distintas dentro de un año y que ya no estemos hablando de la Navidad venezolana con tristeza.