Medio mundo ha contemplado el derribo en el Golden Gate Park de San Francisco (California) de la estatua de Fray Junípero Serra, cuando un grupo de radicales ataron con un cable la efigie de este misionero español y, en un acto vandálico de enorme repugnancia, le derribaron de su pedestal entre la euforia de los manifestantes.
Durante unos segundos el monumento, impasible, se resiste antes de caer al suelo, dejando una sensación grotesca de indefensión.
Pareciera como si el humanismo del apóstol profanado estuviese precisamente en las antípodas del oscurantismo medieval que usan estos radicales como ideología totalitaria. Lejos de ser un genocida o un racista como ha señalado el Spanish Council en un comunicado, Junípero Serra dedicó todo su magisterio al cuidado y a la enseñanza de los indios. A él se deben también la constitución de numerosas misiones que años después dieron lugar a muchas ciudades en California.
Pero este no ha sido el único monumento destruido en el marco de esta campaña revanchista sin precedentes contra el patrimonio histórico de Estados Unidos. El vandalismo no ha tenido límites y se ha cebado también con numerosas estatuas que van desde Cristóbal Colón hasta los expresidentes estadounidenses George Washington y Theodore Roosevelt, pasando por la profanación de la figura del escritor Miguel de Cervantes con pintadas sobre el rostro en las que puede leerse: “Bastard”.
El término “identidad histórica” está en bancarrota. Es muy riesgoso catalogar las peculiaridades de los hombres que han dado su vida por una nación multicultural como EE. UU. Por eso, la izquierda radical se ha inventado otra bandera: la esclavitud, utilizada por los lobbies liberales en una estrategia revisionista de aniquilación histórica como arma de guerra para falsificar el pasado.
No se trata, como se quiere hacer creer, que las protestas encierren un gesto espontáneo de los manifestantes para exigir pacíficamente justicia, sino de acciones planeadas y coordinadas en las que sus organizadores, a través de la violencia pretenden imponer la hegemonía de un movimiento de persecución política.
Utilizando los mismos argumentos ideológicos esgrimidos por Robespierre, Lenin, Hitler, Fidel Castro y Hugo Chávez para entronizar su proyecto totalitario, tanto Antifa como la organización Black Lives Matter buscan servirse del Estado de derecho y de la convulsión política para intentar llegar al poder y luego reemplazarlo.
La tesis de la falsificación empleada en sus arengas antirracistas y anticolonialistas consiste en culpar al capitalismo como el origen de todos los males. De su lado cuentan con la complicidad de burgueses liberales siempre dispuestos a edulcorar y justificar las atrocidades cometidas, ya sean de signo separatista o anticonstitucional.
Entre sus técnicas correligionarias figura el uso de una doble vara para abordar la historia que tiende a justificar y blanquear prácticas esclavistas dependiendo del partido y el periodo histórico en que estas ocurrieron.
Esta cruzada de crispación civil —orquestada por un sector de la opinión pública que presume de progresismo social— y la insistencia por dividir de nuevo a EE. UU. en dos mitades irreconciliables se ha convertido en uno de los más importantes motivos de inquietud de la sociedad norteamericana. Y, aunque parezca un hecho menor y aislado, podría tener connotaciones especiales al inscribirse en un momento de excepcional sensibilidad política y social.
La historia debe escribirse de manera integral y objetiva, de lo contrario se convierte en una peligrosa manipulación al servicio de causas agitadoras y partidistas que en una huida hacia delante podrían pasar del cambio de nombres de calles y el derribo de monumentos a los juicios sumarísimos y la quema de libros en la plaza pública.
EE. UU. se enfrenta hoy a las consecuencias de un pasado complejo y apasionante como lo fue su guerra civil americana (1861-1865), que marcó el fin de la esclavitud, pero también legitimó la reunificación de los diferentes estados en una única nación inseparable regida por la ley y la Constitución.
Por ello, una prueba clara de querer poner en práctica esa memoria sectaria es utilizar el tema de la esclavitud como bandera política. De hecho, hay documentos que prueban que el Ku Klux Klan fue un proyecto instituido por el Partido Demócrata, que en su primera convención celebrada en julio de 1868 en Nueva York ya utilizaba un lema supremacista que sorprenderá a no pocos: “This is a white man’s country. Let white men rule”.
En rigor, naciones como EE. UU. —llamadas a ejercer un firme liderazgo para defender los pilares de su democracia— no deberían tardar ni un minuto en desenmascarar a los que envenenan y adoctrinan a la sociedad con dosis masivas de desinformación.
Como cuando durante el período de la Reconstrucción y tras la aprobación de la Decimocuarta Enmienda a la Constitución de 1787, que declaraba ciudadanos de los EE. UU. a todos los nacidos dentro de las fronteras del país sin distinción de raza, la fiebre del nombramiento de calles y plazas produjo significativas arbitrariedades con referencias obligadas, en uno u otro bando, según el Estado en que estas se llevaban a cabo. De esa forma, líderes políticos republicanos radicales y militares del norte, de diversas tendencias, aparecieron entonces en la nomenclatura de las calles y plazas sin que ello supusiese una afrenta al ciudadano.
La instrumentalización de la historia se ha revelado para estos grupos como el mejor catalizador de un cambio revolucionario, que cada vez más amplía sus objetivos contra todo lo que represente los valores de la civilización occidental.
Una de las cuestiones que más tiempo ha dedicado Thomas Sowell en sus estudios es precisamente a la utilización de la manipulación intencionada de los conceptos históricos a manos de la izquierda radical. “Si la sociedad estadounidense y la civilización occidental se diferencian en algo de las demás sociedad y civilizaciones es, precisamente, en que en un momento dado se volvieron contra la esclavitud”, señala el escritor norteamericano. Y añade: “Y lo hicieron en un momento en que las sociedades no occidentales seguían practicándola y se resistían a las presiones occidentales encaminadas a ponerle fin”.
¿Hasta qué punto la sociedad de Estados Unidos es consciente de la forma en qué diferentes líderes extremistas se dedican, no solo en los medios de comunicación, sino también en foros de debate público, a manipular sentimientos y escamotear una parte de los acontecimientos históricos para socavar los cimientos del Estado democrático?
Si la humanidad se hubiese dedicado a destruir su herencia cultural para depurar el espacio público de esclavistas, no podríamos disfrutar de la Muralla China o las pirámides de México, erigidas gracias al trabajo físico extenuante de los esclavos que construyeron estos símbolos de otros tiempos al servicio de una élite política. Pero los pueblos han sido sabios y en lugar de destruir estos lugares llenos de una historia —en algunos casos controvertida—, los preservan con orgullo como parte de su patrimonio histórico.
Profundizar en el conocimiento de la historia es esencial para salvaguardar la identidad de un país y ninguna sociedad debe prescindir de ello. Ahora bien, si lo que se pretende es hacer justicia, es necesario mirar en todas las direcciones.
Denunciar solamente los atropellos cometidos durante la conquista o durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos a la vez que se ignoran y ocultan trasgresiones cometidas por otros colectivos como fue el caso de las Panteras Negras, no es recuperar memoria histórica alguna, sino poner la historia al servicio de un grupo político con una agenda muy bien predeterminada para enquistarla en una maraña de buenos y malos. En una frase: es falsear la memoria de todos en beneficio de una parte que se ha atribuido el derecho a ser la conciencia colectiva de una nación.
La historia de EE. UU. —que engloba muchos más valores que un idioma, un mercado y una moneda común— no pertenece a los partidos políticos ni a las ideologías. Conocerla y entenderla tal cual fue es una obligación para que las futuras generaciones de norteamericanos la reciban sin prejuicios, sin manipulaciones y, sobre todo, sin odio.