En mi columna de la semana pasada, expresé preocupación por la realidad de la violencia homicida de Colombia. Su reducción fue ínfima (menor al 1,5%) entre los años 2015 y 2016 a pesar de la desaparición de acciones ofensivas de las Farc durante todo el año pasado y la eventual firma de los acuerdos de La Habana. Resulta alarmante ver la comodidad que parecen demostrarse en la academia y la prensa, hablando de cualquier otra cosa e ignorando que en Colombia se convive aún con 12.000 homicidios al año— 24,4 homicidios por cada 100 mil habitantes,— cifra propia de países en guerra.
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Me sorprendieron algunas reacciones suscitadas por el artículo y expresadas con frecuencia, entre ellas la tendencia a encasillar a aquel que ose juzgar el acuerdo por sus resultados y no por sus intenciones dentro del grupo de uribistas de ultra-derecha. Para los defensores a ultranza del acuerdo entre el gobierno Santos y las FARC, importan poco los argumentos que se ofrezcan, si se es o no riguroso, si el análisis falla o acierta. Para el país, sin embargo, es importante que los acuerdos de La Habana no se conviertan en un dogma incuestionable del cual solo se puede hablar para estar de acuerdo con su contenido.
Por supuesto, existe un punto válido; muchos de los que apoyaron la firma de los acuerdos no esperaban que todos los problemas del país se solucionaran de la noche a la mañana. Es presumible que no existiera la expectativa de que la firma de un papel convirtiera a Colombia en Suiza de repente. Pero vale la pena preguntarles a los amigos del acuerdo si también esperaban que la reducción de la violencia homicida fuera apenas del 1% tras “tragarse el sapo” de las 10 curules en el Congreso para las FARC, las emisoras que le entregó el gobierno a la guerrilla, los USD $72 mil millones que costará la implementación del acuerdo, los beneficios judiciales para los criminales de lesa humanidad y el rompimiento del orden constitucional para aprobar el pacto entre las partes, contra toda noción elemental de democracia y sentido común. En otras palabras, ¿cómo considerar exitosa una solución que deja intacto el 99% del problema?
Es importante comprender que la razón por la cual la violencia homicida no cae es porque los acuerdos no eran el camino para hacerla caer. Aunque las FARC nacieron en 1964, durante dos décadas fueron un actor irrelevante y marginal en la violencia del país. Sólo a partir de la Séptima Conferencia de las Farc (1982), cuando al interior de la guerrilla se decidió realizar un esfuerzo deliberado para involucrarse con el muy lucrativo negocio del narcotráfico, fueron capaces de multiplicar el número de hombres en armas de unos 1.600 en 1982 a unos 20.000 en el año 2000.
#Colombia | #ELN libra sangrienta guerra contra Clan del Golfo por control de cultivos ilícitos de #FARC https://t.co/nHK7UEj1Rg pic.twitter.com/ywMrwwHonA
— PanAm Post Español (@PanAmPost_es) 7 de febrero de 2017
Es decir, no fue una reivindicación política que obtuvo cada vez mayor resonancia en la sociedad colombiana la que la llevó a las Farc a convertirse en el actor más importante del conflicto armado. Simplemente fue el acceso al negocio de la cocaína.
Aunque sea controvertido decirlo abiertamente, la verdad es que, contrario a lo que propaga la mayoría de académicos, el componente de exclusión democrática nunca fue lo más relevante en el conflicto con las FARC. Por un lado, la guerrilla en ningún momento luchó por una apertura democrática. Al contrario, el bipartidismo del Frente Nacional, la fórmula según la cual los conservadores y liberales se repartieron el poder en Colombia entre 1958-1974, siempre fue demasiado pluralista para las FARC. Desde sus inicios, de hecho, esta guerrilla ha buscado un sistema de partido único al estilo cubano o soviético, donde solamente una forma de ver el mundo— la de ellos,— fuera permitida.
Por otra parte, a pesar del muy mentado tema de los asesinatos de los miembros de la Unión Patriótica (UP), el grupo político que formaron varios grupos guerrilleros en los 80, la propia Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas encuentra que, del total de asesinatos políticos que se presentaron entre 1986 y el año 2002, la comunista UP representaron sólo el 10,5% del total. Mientras tanto, las víctimas afiliadas al Partido Liberal, al Partido Conservador y sin filiación registrada representaron el 15,7%, 8% y 38% respectivamente.
Una crítica libertaria a los acuerdos Santos-Farc: https://t.co/1Y8NjTcmQc Excelente análisis de @LuisGuillermoVl #LET
— Daniel Raisbeck (@DanielRaisbeck) July 31, 2016
Ya que sectores políticos no-comunistas sufrieron la violencia política en igual o mayor proporción, se debería indagar la razón por la cual no hay políticos conservadores, liberales o independientes poniendo bombas, reclutando niños y sembrando minas antipersonas mientras comunistas como las FARC y el ELN se han dedicado a dichas actividades criminales. Es decir, ¿exactamente qué llevó a las Farc a concluir que sus muertos valían más y que era posible justificar todas las atrocidades que cometieron apelando a la igualdad material absoluta e impuesta por el Estado?
Puede que los acuerdos entre Santos y las FARC hayan estado diseñados para solucionar parte de la violencia de 1964, pero no han tenido un efecto considerable sobre la violencia del 2017. Mientras la extraordinaria rentabilidad de la cocaína no se solucione de alguna forma, se podrán firmar diez mil acuerdos de paz, con mil grupos subversivos diferentes, pero siempre existirá un actor armado que estará dispuesto a abrirse camino a sangre y fuego para consolidar bajo su control este lucrativo negocio.
Así que podemos pasar por alto que la violencia homicida en Colombia sigue intacta a pesar de los acuerdos. Podemos desconocer que el negocio de la cocaína, verdadero motor de la violencia del país, no ha hecho nada diferente a crecer y fortalecerse en los últimos años. Inclusive podemos fingir que todo va de mil maravillas, que la violencia actual es un tema menor y que los acuerdos trajeron paz a Colombia.
Sin embargo, como alguna vez dijo la escritora ruso-estadouninense Ayn Rand, podemos ignorar la realidad pero no podemos ignorar las consecuencias de ignorar la realidad: la guerra sigue, con o sin acuerdo.