Para el momento de la prehistoria en el que el ser humano tuvo contacto por primera vez con tecnologías revolucionarias que darían forma a la civilización, como la mismísima invención de la rueda o la domesticación del caballo, ya existía menciones del opio en tablillas cuneiformes del año 3.000 antes de Cristo en las cuales se relacionaba a esta sustancia con la “satisfacción plena”.
Es sabido que el uso de extractos psicotrópicos como medicina, para intensificar experiencias religiosas, como forma de recreación o simplemente para escapar del dolor, ha sido constante en el desarrollo del ser humano; curiosamente, también lo ha sido ese impulso incontenible de algunos miembros de la especie por limitar el consumo y acabar con los ineludibles mercados negros de estas sustancias.
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Aunque China es señalada por algunos autores como el primer Estado que quiso prohibir formalmente el consumo de aguardiente, son los locrios occidentales los que por lo general son reseñados como los primeros prohibicionistas que contaban con leyes que vetaban, bajo pena de muerte, el consumo de alcohol.
Igualmente, aunque la fuerte demanda por diferentes variedades de elaboración de opiáceos generaron en Roma un importante mercado local de adormidera doméstica extraída de huertos y jardines, así como una floreciente actividad comercial de opio con Egipto, una antigua costumbre romana excluía del consumo de vino a las mujeres y a los menores de treinta años.
Sin embargo, este tipo de medidas que buscaban regular el acceso a ciertas sustancias nunca fueron realmente efectivas. Un ejemplo de esto se puede encontrar en ciertos escritos de Ferécrates y Plutarco, en los que se relata cómo algunos aristócratas atenienses eludían a través del mercado negro, las regulaciones que consideraban sacrílego el uso de algunos “alimentos sagrados” por parte de no-sacerdotes.
En tiempos modernos, la primera experiencia legislativa registrada para controlar el consumo de drogas se tuvo en San Francisco en 1875, a través de la cual se penalizaba el consumo de opio, especialmente por parte de asiáticos. Poco a poco, este tipo de medidas fueron expandiéndose por los Estados Unidos hasta lograr una vinculación automática entre consumo y delincuencia, sin llegar nunca a erradicar realmente este fenómeno.
Esta relación entre drogas, prohibición y mercado negro es bastante conocida por los colombianos que, además, están tristemente familiarizados con la violencia que se deriva de esta. Pero no siempre fue así. Al inicio de la década del 70, Colombia era apenas otro productor más de drogas ilícitas sin ser el principal, su auge como el territorio que concentra buena parte de este mercado coincide con el inicio de la guerra frontal contra las drogas iniciada por Nixon que concentró buena parte del poder coercitivo del Estado a la “guerra total” y “en todos los frentes” para vencer al “enemigo con muchos rostros” de las drogas.
Por otra parte, la posición estratégica en el extremo norte de Suramérica con salida a dos mares y el precario control territorial del Estado colombiano incapaz para proveer efectivamente seguridad y justicia, otorgaron al país ventajas comparativas que facilitaron la eventual consolidación del negocio de las drogas ilícitas.
Desde entonces, las autoridades colombianas han contabilizado más de ocho millones de víctimas de un conflicto armado que ha sido financiado activamente gracias a la rentabilidad artificial de la cocaína, un producto completamente artesanal.
La razón que explica este fenómeno fue desarrollada por Milton Friedman quien encontró que el riesgo asociado a la producción y comercialización de drogas aumenta el precio de estas y hace del narcotráfico un negocio verdaderamente rentable. Mientras tanto, al ser meter en la ilegalidad este negocio se imposibilita que los conflictos generados en las operaciones propias de la actividad ilegal sean resueltos por la justicia civil, a la cual ningún traficante acudiría en caso de, por ejemplo, sufrir el robo de diez kilos de cocaína por parte de su proveedor.
De esta forma, toda una industria excluida de la posibilidad de solucionar las controversias por la vía legal y pacífica, ve crecer el incentivo perverso para que se acuda a la intimidación y al asesinato para saldar cuentas y generar una reputación que disuada a socios y clientes de incumplir los acuerdos.
Al mismo tiempo, las políticas gubernamentales se encargan de sacar del mercado a los pequeños productores de droga, permitiendo que estructuras criminales de mayor tamaño, y con organizaciones más sofisticadas se apoderen de él. En palabras de Friedman:
“desde un punto de vista puramente económico, el papel del Gobierno es proteger al cartel de las drogas. Esta es la realidad, literalmente”.
Así, se genera un efecto adicional. El fortalecimiento de este mercado negro acaba por corromper su entorno al ser obligado a acudir a los sobornos –que los narcos pueden pagar sin mayor esfuerzo económico- para crecer y eventualmente descomponer otras funciones del Estado como investigar y proveer el servicio de justicia. Mientras tanto, se satura a la rama judicial y a las fuerzas de seguridad estatales que deben procesar y perseguir como criminales a un gran número de simples usuarios que no representan un verdadero peligro para terceros.
Sin embargo, el mercado negro no deja de crecer. Un claro indicio de que toda la muerte, miseria y destrucción que trajo la guerra contra las drogas ha sido en vano, lo otorga la propia Evaluación Nacional sobre la Amenaza de la Droga del Departamento de Justicia de EE. UU. en su edición del 2010, cuando afirma que “en general, ha aumentado la disponibilidad de las drogas ilícitas”. Todo ha sido para nada.
Pero no es necesario insistir en el error. La intensa violencia homicida en Colombia, que se mantiene intacta a pesar del cese bilateral de fuego y los acuerdos de La Habana, es un claro indicio de que las grandes soluciones a los problemas del país vendrán de otra forma. La experiencia que se ha tenido con el prohibicionismo del alcohol en Estados Unidos, indica que la mejor manera para acabar con un mercado negro es traerlo hacia la luz.
Por supuesto no se trata de algo sencillo. No obstante, a nadie le cabe duda que el pasado de Colombia habría sido muy diferente si las drogas no hubieran sido ese negocio de rentabilidad extraordinaria que alimentó la violencia del país. Por esto, resulta incomprensible que exista tanta resistencia para entender y defender activamente que el futuro de Colombia también será muy distinto si se logra dar visibilidad y romper con el círculo de drogas, prohibición, mercado negro y violencia. Dicho de otra forma, si se entiende que sin legalización no habrá paz.