Establecer el origen histórico del terrorismo es todavía objeto de debates académicos. Diversos expertos ubican las tácticas de sociedades secretas como los sicarii en Judea, los Asesinos en Persia, los thug en la India y los Lanzas Rojas en China, como las primeras organizaciones políticas que recurrieron a los asesinatos selectivos y tácticas de terror para perseguir objetivos políticos.
No obstante, la mayoría de estudiosos de este fenómeno coinciden en que es entre los siglos XVIII y XX y más exactamente a partir del Régimen del Terror que sucedió a la Revolución Francesa, que las prácticas terroristas comienzan a verse como actos sistemáticos con pautas claras de organización y deliberación, siempre vinculadas a la propagación de ideologías políticas como el comunismo, el anarquismo colectivista y el nacionalismo.
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Ahora puede parecer extraño, pero en el siglo XIX y principios del XX, durante los procesos de descolonización, independencia y de revoluciones armadas, las acciones terroristas llegaron a contar con cierta imagen positiva que muchos intelectuales justificaron por considerar que existían fines nobles que lo ameritaban.
Por su parte, en Colombia es posible encontrar en los últimos dos siglos algunos antecedentes de acciones generadas por el Estado colombiano o por otros grupos armados, que pueden vincularse claramente con la intención de generar terror. Sin embargo, no es sino hasta la década del 80 del siglo XX que las acciones terroristas generadas por narcotraficantes con pretensiones políticas comienzan a sonar con una aterradora frecuencia en los noticieros y diarios del país. Con el pasar de los años, poco a poco estas prácticas fueron adoptadas por los actores más sanguinarios del país como los grupos insurgentes y los paramilitares.
El concepto del terrorismo moderno está inexorablemente asociado con la política, es decir, pretende afectar a través de actos brutales y sanguinarios aquellas dinámicas de poder dentro de una sociedad que permiten o impiden la toma de decisiones alrededor de problemas colectivos.
Por tanto, aunque algunos se sorprendan, es previsible que las reacciones que suscite este tipo de actos, como el ocurrido el pasado sábado 17 de junio en el Centro Comercial Andino, sean, además de la solidaridad con las víctimas y la condena a estos hechos, respuestas políticas por parte de aquellos grupos e individuos que encuentran que el problema colectivo de la seguridad física de los ciudadanos, lejos de mejorar, empeora.
Así, este atentado se suma a los más de trece explosivos detonados en Bogotá durante los años 2015 y 2016 que han dejado una decena de víctimas de aquellos que aún no comprenden los conceptos básicos de las democracias liberales, en las que prima la persuasión y el intercambio de ideas sobre la imposición violenta de ideologías.
Peor aún, ocurre en medio de la implementación de un muy cuestionado acuerdo de paz que no solo ha fracasado en reducir la violencia homicida, sino que además mantiene al país en el puesto 147 de 163 países en el Índice de Paz Global y en los primeros 30 lugares del índice de los países que sufren el mayor impacto del terrorismo; ambos índices elaborados por el Instituto para la Economía y la Paz con sede en Sídney, Australia.
Para enfrentar los problemas de terrorismo en Colombia se debe trabajar en dos frentes complementarios que distan mucho de ser soluciones simples como la firma de un papel.
Por una parte, debe ser una prioridad y fin político común reducir la inoperancia de la justicia colombiana que, de acuerdo con el World Justice Project, tiene al país ocupando el puesto 79 entre 99 países evaluados por la efectividad del sistema penal y que en el caso colombiano, apenas es capaz de emitir condenas al 5 % de los responsables de cometer homicidios.
Por esto, es hora de que en la discusión política se renuncie a la intención de darle más funciones a un Estado que es incapaz de proveer los servicios básicos que justifican su mismísima existencia y con los que falla a diario: seguridad y justicia.
Aunque algunas personas se resistan a creerlo, sin lugar a dudas esto significa que dejar amnistiar a los responsables de atacar a la población civil, como en el caso de la liberación del autor del atentado al club El Nogal en Bogotá, no es una buena estrategia para disuadir a los terroristas. Si algo, demostrar públicamente que no existen consecuencias por asesinar masivamente a civiles, solo incentiva el fenómeno. En el consenso político se debería entender que incrementar los costos de delinquir a una cifra mayor que cero es necesario.
Dirán algunos con razón, que el terrorismo es también un problema filosófico que se resuelve con educación. Pero ¿Qué tipo de educación? Un estudio elaborado por Peter Bergen – analista de seguridad para CNN- y Swati Pandey – investigador del New American Foundation- encontró que el 53 % de los 79 jihadistas responsables de las acciones terroristas que mayor impacto generaron entre 1993 y el 2005, contaban con títulos universitarios, mayoritariamente en ingeniería. Igualmente, quedará para la historia de Colombia el título en cardiología de Timochenko y el posgrado en finanzas de la universidad de Harvard realizado por Simón Trinidad, dos de los mayores terroristas de nuestros tiempos.
Por esto la segunda solución política para el terrorismo en Colombia está en el terreno de las ideas, pero no cualquier tipo de ideas.
Promover los valores de una sociedad libre en la cual a batalla de las ideas solo se gana con buenos argumentos y donde el “no comparto lo que dices pero doy mi vida por tu derecho a decirlo” sea un principio de acción. El respeto irrestricto a los proyectos de vida de los demás y sus medios para alcanzarlos, entre los que se incluye la propiedad privada, debe ser una idea trasversal que compartan todos los sectores.
Quizás para algunos esto pueda parecer obvio, pero no se debe olvidar que hace apenas unos años en Colombia Carlos Gaviria, expresidente de la Corte Constitucional y Candidato Presidencial con la segunda mayor votación en las elecciones del año 2006, intentó defender la tesis según la cual los asesinatos cometidos para imponer el comunismo son menos graves que los cometidos por el crimen común. No existe ningún fin noble que justifique el asesinato a civiles, los líderes políticos del país, sin importar su tendencia ideológica, deben evitar justificar la violencia para obtener fines políticos.
De esta forma, la respuesta al terrorismo debe ser también política. Los valores liberales que tímidamente persisten en la sociedad colombiana deben fortalecerse y expandirse y ante el terror no bajar la guardia, la libertad como el valor que sostiene a las sociedades civilizadas debe prevalecer.